Pedaleando entre estupas




Está amaneciendo, pero ya se barrunta un día de bochorno pegajoso. Alquilamos bicis por dólar y medio cada una, nos pertrechamos de las consabidas botellas de agua, el tubo de crema de protección y tira para el valle de las estupas y templos antes de que el sol caiga a plomo. Según unos, los templos y estupas rondan los dos mil; otros, los tres mil; y los hay  que dicen que son cuatro mil. Pasa como con el recuento de la asistencia a las manifestaciones. El caso es que unos cuarenta kilómetros cuadrados están salpicados de monumentos mandados construir por personajes convencidos de que por sus obras no podían reencarnarse en algo decente y decidieron comprar, con el dinero robado, el futuro post mortem a base de ladrillo religioso entre lo más terrenal y pobre del mundo, campos de labranza resecos, cascajeras, matojos y árboles generosos que compiten por llegar más alto que lo que construyó el hombre para "enkarmarse" divinamente.
Por la carretera nos encontramos con grupos de camineros, hombres y mujeres,  que remendaban baches. Cargaban los terreros a mano, los descargaban en la zona destrozada, compactaban la grava a golpe de mazo y asfaltaban con unos cazos de mango largo que antes llenaban cogiendo la brea de un bidón metálico que estaba al fuego, al borde de la carretera. En el grupo más numeroso, un hombre con la cara cubierta por un pañuelo iba regando brea con una lata de culo agujereado; y de entre los árboles, salió una mujer acarreando sobre su cabeza un fardo de ramas para alimentar la hoguera. El olor era denso y el aire que flotaba encima del asfalto se descomponía en aguas flotantes que desdibujaban lo que estaba al otro lado de la carretera.
Las bicis nos eran nada del otro mundo. A Zarra, el primer día, se le rompió la cadena y tuvimos que parar un motocarro para que le llevase al hotel a por otra. A mi bicicleta no le funcionaban los cambios  y a veces pedaleaba en vano porque no engranaba la rueda trasera. El segundo día cogí una más aparente. No es que fuse una maravilla, pero por lo menos no trabajaba en balde.
El desgaste de las ruedas, el estado de la carretera y sus arcenes de tierra, hacían que los pinchazos estuvieran a la orden del día. Gema pinchó el segundo día y mientras volvía al pueblo con Zarra, yendo por aquellos andurriales, pinchó Silvia. Cuando estábamos dilucidando si seguíamos andando hasta el primer pueblo o volvíamos al hotel, de la sombra de un gran árbol salió un crío con una bomba de bici en la mano. En inglés pai-sano (mucha mímica acompañada de monosílabos) nos explicó que él arreglaba bicicletas y que no nos cobraba nada. Nos hinchó la rueda, no se quedó muy conforme porque seguía perdiendo aire, y, haciendo gestos de que siguiésemos camino, corrió hacia el árbol, levantó del suelo una bici reencarnada de otras distintas ya fallecidas y salió zumbando. Nosotros seguimos despacio con la rueda de la bici de Silvia casi en el suelo. A la salida de una curva el muchacho de la bomba salió a nuestro encuentro y nos invitó a reparar el pinchazo en un taller que su padre y un amigo tenían allí mismo, al aire libre. La verdad es que para arreglar bicis no se necesita mucho. Tenían un caballete de madera donde colgaban las bicis, un barreño con agua sucia para localizar los pinchazos, unos alicates, trozos de neumáticos, tijeras, un bote de pegamento, llaves y poco más. El mecánico era un muchacho con problemas de dicción y manos de seis dedos. En cuanto llegamos se puso a trabajar en cuclillas y no dijo nada hasta que volvió a ponerse en pie con la cabeza gacha. Mientras metía el neumático en el agua, un perro famélico de los muchos famélicos que había cerca metió el morro en la palangana. Al chucho, el brillante y redondo neumático  le debió parecer una salchicha. Nadie hizo nada por espantarle. El chaval y su padre no callaban. Daban explicaciones de todo y trataban al mecánico con cierta displicencia. Según ellos, el pinchazo lo produjo una espina, tipo a la de los rosales, pero más fuerte y grande, que cae de un tipo de árbol muy común en aquellos lares. Pateando el polvo nos dimos cuenta que había muchas en el suelo. Dos dólares y a pedalear.
Las pagodas y templos están fuera de la carretera y se accede a ellos por caminos. En algunos tramos hay que echar pie a tierra y caminar hasta que el sendero deja de  ser arenoso. Al acercarnos a las pagodas, si eran pequeñas y perdidas, solía aparecer de la nada algún hombre para cobrar un óbolo por enseñarla. En las grandes y más visitadas había cobrador oficial para turistas, puestos de recuerdos, vendedores de agua y hasta fotógrafos.
Las hay muy frecuentadas por budistas y las hay frecuentadas sólo por  turistas, las que están en ruinas. Estas últimas impresionan más, al menos a mí, porque el silencio, la sensación de soledad, de estar unido a la naturaleza es impresionante. Si puedes subir a lo alto de alguna de ellas y ver las construcciones de ladrillo rojo entremezcladas con el verde de los árboles y envueltas en un intangible velo de polvo ardiente, tomas la dimensión minúscula de tu existencia.
La diferencia entre los templos en uso y los que no, ha hecho que la Unesco no le dé a Bagan la categoría de Patrimonio de la Humanidad. Muchos templos a los que acuden los fieles han sido reformados sin criterios artísticos y lucen remiendos grotescos. En algunos casos se han hecho carreteras muy anchas y hasta algún resort para solaz de los dictadores birmanos y los dictadores monetarios extranjeros.
Las cabras triscan a sus anchas, las vacas, huesudas como ellas solas, se acomodan a la sombra de los árboles y las chicharras no callan. Cerca de un gran templo, un hombre enjuto labra un campo seco con un arado romano tirado por dos bueyes blancos y escuálidos. Van despacio dejando un surco pequeño.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Ascensor Social

La casa de Tócame Roque

Txistorra al curry