La vida en Bagan
Old
Wagan es un pueblo pequeño. Talleres, tiendas, cafeterías, restaurante y templos
de uso diario se suceden a los lados de la carretera; el resto son
edificaciones desordenadas, arruinadas y mil veces remendadas unidas por
caminos de tierra. El pozo de agua comunitario es la obra más moderna del
pueblo. New Wagan también es pequeño, pero la personalidad de las edificaciones
ha desaparecido dejando paso a la urbanización ordenada e igual de los pueblos
de colonización.
Los
perros vagabundean por todos los sitios donde hay gente. No ladran, caminan
mansamente con la cabeza baja y cruzan de un lado a otro de la carretera, sin
mirar.
Yendo
de regreso tuvimos la suerte de tropezar, al intentar ver un templo diferente
que creíamos vislumbrar en una hondonada, con un taller de fabricación de ladrillos
macizos al aire libre. Unos chamizos primitivos y desvencijados protegían del
sol a los trabajadores que con unas tablillas troquelaban el barro que otro
operario les llevaba en un cubo de plástico reciclado de algún bidón que sirvió
originariamente para otras cosas. Otro hombre llevaba los bloques de barro en
una carretilla de madera hasta una zona despejada donde los apilaba dejando
separaciones entre ellos para que el aire corriese por todos los costados. Una
molienda de semillas rojas y virutas de teca dormía apilada cerca de otra de
troncos de la misma madera. Dos hombres, en una
zona cercana, pisaban el barro y lo mezclaban ayudándose de palas y
azadas de mango largo. Dentro de un cubierto alto había un horno en forma de
túnel alargado construido con ladrillos ya secos de color gris. En el interior
se divisaban troncos de teca y serrín rojizo. Los niños de los trabajadores jugaban
a la sombra de los chamizos o de los matorrales, junto a sus madres. Sólo se oía
el golpear de las tablillas y el graznar de los cuervos. Nuestra presencia no
alteró para nada aquel mundo. Los trabajadores seguían a lo suyo sin prestarnos
la más mínima atención. Dos niños nos dirigieron miradas de asombro cuando
pasamos a su lado. Mientras estuvimos en aquel mundo no me atreví a decir nada
por respeto y por la vergüenza que me daba estar allí contemplando la vida de
aquellas personas como un tonto del culo para arriba y del culo para abajo. No
era un espectáculo. Era su vida.
Todas
las tardes nos olvidamos del mundo, como hace todo el que puede por estos
países de calor sofocante, y cogemos la horizontal con la intención de entrar
en el nirvana. La última en el Maika no fue la deseada porque el ventilador
decidió no girar y el recuerdo de lo que habíamos visto me dejó noqueado.
Para
disfrutar de una puesta de sol remontamos el Irawadi alquilando una barca e
hicimos tiempo visitando dos monasterios cercanos. El primero no me pareció nada del otro mundo
por mucho que el guardián, que estaba tumbado en una hamaca cuando llegamos, se
empeñase en resaltar la característica única de que tuviese un túnel bastante
largo bajo tierra. El segundo era más atractivo. Estaba habitado por unos pocos
monjes que vivían de lo que producían. Subimos hasta un templo en lo alto de
una colina y disfrutamos del fantástico paisaje que se divisaba. Al oeste, el
Irawadi era un espejo cuarteado de fondo marrón. El espacio de los otros puntos
cardinales era una tierra rojiza descarnada que se oscurecía de vez en cuando
por el movimiento de las nubes. El sol amenazaba con ponerse. Bajamos deprisa
hasta el embarcadero. Nos montamos en la barca y salimos del puerto escondido
entre acantilados de tierra. El barquero y su ayudante remaron con fuerza para
llegar al centro del río y evitar que un cabo alto de tierra nos impidiese ver
el horizonte plano del Irawadi. Las nubes fueron creciendo en tamaño hasta
cubrir de gris el cielo y la tierra. Ante la amenaza de tormenta, el timonel
arrancó el ruidoso motor reciclado de coche y puso rumbo a casa.
Al
día siguiente, esperando el autobús que nos llevaría al lago Inle y bajo una lluvia
que no se escuchaba al golpear las hojas y los techos de chapa, fuimos testigos
del despertar de Nyaung-U. Un muchacho
con el torso desnudo llenaba un balde con el agua que bombeaba del pozo que
había al costado de su casa y tienda. Tiraba con fuerza el agua sobre el suelo
de tierra pisada que tenía a lo largo de la acera. Hizo varios viajes. Cuando
consideró que su negocio tenía la entrada en condiciones, los cubos se los
descargaba sobre el cuerpo.
Cuando
llegó el bus, fue como si se cerrase el telón.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPrecioso relato, Juanjo. Deja un cierto poso de tristeza porque no se adivina ningún tipo de algría en las personas que habitan ese mundo tan distinto al nuestro.
ResponderEliminar