Tierra adentro del lago Inle.
Madrugamos un poco para poder visitar parte de los alrededores del lago en
bicicleta y al atardecer salir camino de Yangon. En el jardín del May nos
tomamos un desayuno muy a la inglesa a base de huevos, beicon, fruta y café. Estupendo
para aguantar la mañana.
Después de cambiar en un banco para pagar el hotel y otros gastos, nos
dimos un breve paseo por el mercado y de allí nos fuimos a curiosear por los
campos cercanos con la intención de conocer lo no turístico, lo simplemente
rural de la zona. La recta y larga carretera que entra en el pueblo se ha
elevado sobre los campos de arroz porque de no ser así se inundaría cada dos
por tres. Para llegar a los arrozales hay que bajar unos hermosos terraplenes
que rara vez tienen camino hecho. Siempre están cubiertos de hierbas. La humedad
y el calor hacen de las suyas.
Tras un buen rato llegamos al monasterio Shwe
Yaunghwe Kyaung. Un monasterio en medio
de los arrozales, alzado del suelo por columnas de taca que le salvan de las
inundaciones y con ventanas ovaladas muy peculiares. Por lo demás es como el
resto. Un lugar de oración, de encuentro interior y una escuela memorística
cuyo método es el canturreo de los textos escritos. En ésta, cuando entramos,
por el ímpetu que ponían los alumnos en su recitación, me acordé de los niños
del colegio de San Ildefonso el día de la lotería y del poema Recuerdo Infantil de Antonio Machado. Pasada
la primera impresión, la monotonía se adueñó de mis oídos y salí en busca del
aire húmedo y pesado que dormitaba fuera.
De regreso al pueblo nos paramos varias veces a contemplar el duro trabajo
de cosechar arroz con métodos tradicionales. Grupos numerosos de hombres y
mujeres, colocados en filas, siegan a mano y van colgando, para que se sequen,
las gavillas en unas estructuras de madera clavadas en el mismo campo. Otros
apilan las gavillas secas al lado de una trilladora que descansa sobre un carro
tirado hasta allá por un par de vacas huesudas. En el suelo hay plásticos
tendidos para aparar el grano que cae disperso fuera del capazo por el vaivén
del cedazo de la trilladora. A algunas les ponen un tubo, hecho con sacos de
plástico cosidos, en la ventana por la que sale la paja menuda hecha casi
polvo. El caso es que en los alrededores se monta una hermosa parva. No mueve
ni pelo de aire y es como si las nubes se hubieran posado sobre los árboles.
En la última, en la que decidimos quedarnos con calma, dos mujeres con las
manos protegidas con trapos y sombreros de paja se suben a la pila. En lo alto
de la trilladora, un hombre limpia con esmero la parrilla donde se colocan las gavillas
que alimentan la máquina. En el suelo, otro ordena unos cestos debajo del
cedazo por donde cae el grano. Al pie de
la pila que van a trillar, dos hombres preparan un toldo grande para cubrirla
en caso de que se cumpla la amenaza de lluvia. El capataz aplaude mientras se
acerca al motor que está detrás de la trilladora y unido a ésta por una gruesa correa
que lleva el movimiento del uno a la otra. Da unos gritos que son coreados por
todos y arranca el motor. La orquesta de la cosecha del arroz comienza a
funcionar. Las violinistas le suministran gavillas al pianista. Éste se afana
en esparcirlas en el teclado de la boca de la trilladora. Por la tuba de
enfrente sale con fuerza la paja. El grano golpea en los timbales de abajo. Dos
mujeres rastrillan con los chelos y los pájaros tocan crótalos y triángulos.
Queremos visitar un balneario y nos damos prisa porque vamos un poco justos
de tiempo. Cuando la carretera deja de ser llana y pasa a estar en cuesta se
convierte en un camino de grava y tierra lleno de surcos por los que baja el
agua con fuerza.
Cuando llegamos al balneario la lluvia hizo acto de presencia y temiéndonos
que fuera a más, decidimos no curiosear en las aguas termales y largarnos
continuando camino por no repetir lo andado. Un muchacho, que iba en moto
acompañado de otro con pintas de europeo, se quedó atento a lo que nosotros
hablábamos y al rato nos dio alcance ofreciéndose a pasarnos al otro lado del
lago, al lado donde está Yawnghwe. Aceptamos. Nos metió por un pueblo pequeño,
destartalado y sucio. Nos dijo que le esperásemos en un "embarcadero"
embarrado y milagrosamente apareció remando una barca estrecha de las que se
usan por allí. Colocó las cinco bicis en la popa, puso unas esterillas en el
suelo para que no lo manchásemos con nuestras zapatillas y nos mandó sentar.
Después de remar entre hierbas y canales de tomateras arrancó el motor, a la de
no sé cuántas veces. Yo pensaba que no lo conseguía y que tendríamos que
apañarnos a base de remo. Cruzamos el lago sin que nos cayese una gota de agua,
pero nada más bajarnos de la barca, un chirimiri nos acompañó durante todo el
tiempo que tardamos en llegar a Yawnghwe.
En el May, nos dimos una buena ducha y nos fuimos a comer a un restaurante
donde las cocineras tenían una bronca de mil pares. Se lanzaron de todo y
rompieron más de un plato. ¡Y luego dicen que los birmanos son pacíficos y
tranquilos! ¡Ya!. Bueno, igual las birmanas no lo son tanto. Apunto estuvimos
de irnos a otro, pero decidimos quedarnos porque la camarera nos dio pena.
Tenía la misma cara de asustada que nosotros. Pelillos a la mar, o al lago en
este caso.
Esto de las pintas de la gente es curioso. Ellos no nos distinguen y les da
igual ingleses, que italianos, que alemanes, que de Caparroso. Todos somos
europeos o yanquis. Y nosotros confundimos a laosianos, vietnamitas,
tailandeses, birmanos... Para nosotros son orientales. ¡Qué más da! Somos más
parecidos de lo que nos parece. Yo por oriental no paso, pero en algunos sitios
resaltaban mi parecido con más de un monje. ¡No te jode!
Recogimos nuestras mochilas y nos fuimos a la estación. Esperamos un buen
rato y cuando llegó el bus no nos lo creíamos. Era VIP de verdad. Tres filas de
asientos que se tumbaban del todo, teles en distintos sitios, merienda, mantas
para dormir y un frío polar. Salimos de noche para Yangon.
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