Lago Inle





Tras ocho horas de viaje por carretera bastante aceptable llegamos a Yawnghwe, la ciudad más poblada de las que están en la orilla del lago Inle. Sólo el último tercio del viaje resultó un poco jodido porque tuvimos que subir hasta los novecientos metros de altitud y los cruces con camiones en las muchas curvas del puerto eran delicados.
Después de pagar, a la entrada del pueblo, cinco dólares para podernos mover libremente por el lugar, nos hospedamos en el May, un hotel de planta baja rodeado de vegetación y bastante cerca del mogollón de hoteles y tiendas en la que se ha convertido este pueblo, antes pesquero y agrícola, habitado por los Intha (hijos del lago).
Al día siguiente alquilamos una barca para recorrer el lago y visitar los distintos poblados. El barquero nos decía a todo que sí y fue que sí, que el circuito lo marcaba él a su gusto y conveniencia. Toda una lección de buen hacer comercial. Primeramente nos llevó a una zona de pesca. La verdad que no se veía mucho jaleo. Dos barquicas lejos y una relativamente cerca. A falta de unos veinte metros el barquero bajó la velocidad del motor y petardeando se acercó al pescador. Todo era como una de las fotos de nuestro libro guía. Pensé que le iba a echar la bronca a nuestro barquero por acercase metiendo ruido y espantando la pesca, pero no. Se saludaron amigablemente.  A indicaciones de nuestro guía el hombre empezó a hacer poses, sacó una nasa de las que ya no se usan por allí, nos enseñó un pez más tieso que el palo la bandera y nos pidió pasta por la actuación. Nos quedamos de piedra. Ya no me acuerdo lo qué le dimos, pero es que si no soltábamos la mosca no salíamos de allí.

Después de esta primera estación nos llevó despacio, para que contemplásemos el paisaje, hasta un chiringuito de artesanía industrial propia del país. Les dijimos hola y adiós y le exigimos al barquero que nos llevase a toda leche al mercado que había en un pueblo cercano, que era lo que le habíamos pedido a la hora de hacer el contrato. Tranquilos, que no pasaba nada, que llegábamos bien y que podíamos ir a ver las mujeres jirafa. Ahí ya nos pusimos serios y le dijimos que no. Que lo de las mujeres jirafas nos parecía una vergüenza y que no íbamos a dar un puto duro por ello. Bueno, vale, al mercado. Llegamos tarde, cuando ya estaban replegando los puestos. Así que paseo por el lugar. Como no estaba dispuesto a visitar más templos me quedé a la puerta del más significativo para dedicarme a ver pasar gente y perros. Hay perros por todos los lados y dos de ellos me dieron la tabarra pensando que podían conseguir algo que llevarse a la boca. Cuando llegó Gema tomó la misma decisión que yo y nos quedamos muy a gusto sentados en un banco. Cuatro trabajadores se dedicaban a mascar betel y beber cerveza a la sombra de un árbol. Desde nuestra posición se divisaba muy bien un hermoso puente que unía las dos orillas de uno de los muchos canales que abastecen al lago con el agua que toman de las oscuras montañas que lo abrazan. Dos hombres venían por calle abajo haciendo mediciones. No llevaban una cinta métrica. Llevaban una cuerda de unos diez metros con un palo anudado a cada extremo. Por lo visto estaban midiendo la calle para asfaltarla (digo yo). El caso es que cuando llegaron al puente, el que iba moviéndose, como le sobraba cuerda la pisó y le lanzó el resto al que estaba quieto, sujetando el primer cabo. Casi le saca un ojo con el palo. Montaron una bronca que se solucionó sumándose a los que descansaban a nuestro lado.


Un crío de unos dos años se puso pelma conmigo. Quería cogerme la cámara de fotos y se me echaba encima bajo la atenta mirada de su padre que le animaba a ello. Le saqué unas cuantas fotos y al enseñárselas me agarró la correa de la cámara y se puso a tirar y berrear como un poseso. Yo le decía que no, que soltase, pero nada. El castellano y mi expresión le cabreaban más y, dale, más bronca. Joder con el crío. Los perros que había por allí se sumaron al jaleo, los trabajadores miraban sorprendidos y aquello se empezó a poner como de Berlanga. Menos mal que los perros no ladraban y sólo olisqueaban, porque podíamos haber terminado en el cuartelillo. Por fin se cansó, soltó la correa y se alejó dando patadas y manotazos a los perros que le acompañaban en su dolor.  
Ya aparecieron Zarra, Silvia y Sara y pudimos largarnos de allí. El barquero tuvo a bien llevarnos a comer a un restaurante palafito para turistas del que se divisaba una buena parte del lago y desde el que pudimos ver las mil labores de limpieza de canales y arreglo de orillas. Precio un tanto carillo, pero qué se le va a hacer, el guía nos tenía cogidos.
A la barca y tira para un monasterio escuela todo de piedra con un embarcadero cubierto que guardaba dos barcazas reales muy pintadas en oro. Según parece, las sacan en procesión por el lago en días especiales. En medio tienen un altar donde colocan el dorado buda que tienen en el monasterio y que las mujeres no pueden visitar. Sólo lo pueden ver los hombres. Las mujeres se quedan fuera. Por unos grandes altavoces se escuchan los salmos que un monje no para de cantar. Me suena todo igual. Es como si no existiesen ni la u, ni la o, ni la i. Suena a "matamama pata came saca seta rata metetea aaaaaaaaah". O algo parecido.
Otra vez al bote y rumbo para el monasterio de los gatos bailarines. Como era de esperar, el barquero decidió llevarnos a otros dos sitios donde él tenía su interés: una fábrica artesanal de seda y una fábrica de tabaco. La primera era un alarde de mil pares. Fulares, pañuelos, faldas, corbatas, quimonos, camisas, camisetas... unas chuladas finas y no muy caras;  pero como en Myanmar no se admiten tarjetas, nada; agur con una mano adelante y otra atrás. En el taller de fabricación de cigarros y puros me compré una caja. Más que todo porque olían muy bien. Son unos cigarros verdes que tiran muy mal. Hay que aspirar con ganas.
Cuando llegamos al monasterio de los gatos ya estaba cerrando y sólo pudimos visitar el templo palafito sin disfrutar del espectáculo. Bien es verdad que antes nos paseó por los huertos flotantes de tomates y eso mereció la pena. Lo que más produce el lago no es pescado, es tomate. Los agricultores van en unos botes estrechos que les permite meterse entre las tomateras. Algunos van de rodillas, remando con los brazos y otros al modo tradicional del lago. Se colocan, muy tiesos, en la punta de la canoa apoyando sólo un pie (que recuerde siempre el izquierdo). Con la otra pierna rodean el remo y reman a patadas, hacia atrás, utilizando la mano derecha o el sobaco como punto de apoyo. De esta manera pueden tener las dos manos libres y  arrastrar las redes, coger tomates o lo que sea menester. Son auténticos equilibristas.
El sol se está poniendo, las casas de teca apagan su color rojizo y el agua se llena de sombras. Los niños y niñas, vestidos con uniformes de camisa blanca impoluta, vuelven a casa en canoa. Una niña que lleva a dos niños más pequeños deja de remar para saludarnos sonriente.
Por la noche, cuando volvíamos a casa después de cenar, a eso de las diez, en la penumbra que se impone en Myanmar cuando se mete el sol, vimos a dos monjes adolescentes fumando y riendo detrás de unos árboles. Entró un coche en la calle y, al alumbrarles los faros, salieron corriendo a esconderse detrás de la tapia de su monasterio. Tuve la impresión de que no estaban solos. Cuando se hizo la oscuridad otra vez, al rato, cuando ya estábamos en el porche del May, unas muchachas salieron muy contentas de entre los arbustos.


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