A Mawlamyne
La comodidad del bus VIP no me resultó tal. La longitud del
asiento, al tumbarlo y apoyar los pies en una especie de estribo, no se ajustaba
a mis medidas. A la altura de los riñones me quedaba un vacío que intenté
rellenar con una almohada para amortiguar el traqueteo. No funcionó. La
protuberancia que tenía para acomodar el cuello me caía en el cogote y tuve que
ponerme una camiseta para salvar el hueco. Tampoco fue solución porque se
quedaba plana cada dos por tres. Si quería salvar los problemas anteriores,
apoyaba los pies en el estribo, me subía para arriba y la cabeza me quedaba
colgando. Si me relajaba, se me doblaban las piernas y la ergonomía se iba a la
mierda. No estábamos hechos el uno para el otro. Gran parte del viaje lo hice
sentado. Después de doce horas de rápido VIP terminé con las lumbares y las
cervicales hechas polvo.
Al amanecer llegamos a la gran estación campera de Yangon. Las
lluvias la tenían convertida en un lodazal. Preguntamos por los autobuses para Mawlamyne
yfue como dar chucherías a la puerta de una escuela. Todo dios se interesaba.
Unos se empeñaban en vendernos billetes con jugosos recargos. Otros nos
indicaban que la línea a Mawlamyne estaba lejos; y los más listos, que teníamos
que coger un microbús para turistas. Al final optamos por contratar un taxi que
nos llevase a la terminal. Resulta que estábamos al lado, pero... El acomodador
del bus, compinchado con el taxista, nos pedía un pastón que empezó a bajar
nada más ver la cara que poníamos. Lagarto, lagarto, esto huele a timo
-comentamos entre nosotros-. Nos fuimos a la ventanilla de la agencia y
conseguimos los billetes bastante más baratos.
El bus era una sucia tartana a punto de pasar a mejor vida. Mi
asiento estaba inclinado hacia el de Sara. El azafato boceaba todas las paradas
varias veces mientras masticaba betel. Las uñas de los dedos, con los que contaba
y agrupaba los billetes, eran como mejillones. El chofer hablabs con todo el
que se ponía a su lado. Unas veces era el azafato; otras, alguien que se había
montado sin que hubiera sitio. En esos casos, el azafato viajaba en el escalón
de la puerta. Algunas lunas estaban rajadas. La de mi lado tenía una buena
brecha con una franja marrón a lo largo de ellla. En mi ignorancia y presbicia
pensé que era una tira de pegamento amarilleada por el sol y el tiempo. Pues
no. Era una película de polvo y agua. Cuando pasábamos por algún bache, al
vibrar, me escupía disimuladamente. Apoyé el brazo en el marco de la ventana y
me puse como un cristo de agua.
A las cuatro horas, después de una parada para coger fuerzas y
afrontar el último tramo, nos encontramos con que la carretera estaba inundada
por las fuertes lluvias. Durante unos kilómetros el chofer condujo guiándose
por el paisaje. El jodido seguía charlando como si tal cosa y volanteaba con
fuerza cuando se le iba el bus de costado. La llegada al puente que cruza el
río Salween, el más contaminado del mundo, me impresionó. El puente se eleva
mucho y, por lo tanto, es muy alargado para suavizar la pendiente y salvar las
tremendas inundaciones en épocas de monzones. Los alrededores estaban empantanados.
Algunas casas mostraban sólo el tejado. El agua bajaba con fuerza. Cuando
estábamos en lo más alto, un remolino oscuro de vértigo me arrinconó en el
asiento.
Al llegar a la estación de Mawlamyne atardecía. Las fundas
impermeables de las mochilas, mojadas y sucias, habían salvado la ropa de morir
ahogada en los kilómetros de bus anfibio. Saltando y mirando no resbalar en
algunas de las losetas mojadas que habían colocado para salvar los charcos,
conseguimos salir a la carretera y coger un tuk-tuk.
Por unas calles tristes y solitarias llegamos al hotel que
recomendaba la Lonely Planet. Nada más descargar las mochilas a las puertas del
Breeze, se abrieron los cielos y el agua, en plan cortina, nos cayó encima.
Dentro, en el vestíbulo, unos autóctonos, sentados en corro, charlaban de sus
cosas sin prestarnos la más mínima atención. Por fin, el más joven, nos invitó
a pasar. Del fondo oscuro salió una
muchacha envuelta en una toalla grande y con otra, más pequeña, en la cabeza a
modo de turbante. Era turista. Nos saludó y desapareció por unas escaleras. La
humedad y la frescura penetraban por los poros.
El recepcionista nos invitó a ver las habitaciones que había
libres en la planta baja y en el primer piso. La entrada tenía el suelo y las paredes
de cemento, pero todo lo demás era de madera. Daba la impresión, por la
fachada, de que en su día fue una casa señorial inglesa y que con el tiempo, en
su interior, decidieron hacer una distribución para multiplicar las estancias.
Los pasillos eran ciegos y estrechos. Las habitaciones muy pequeñas, sin
ventanas y con el techo bajo. El suelo, que hace tiempo dejó de estar nivelado,
gritaba al menor movimiento. Lo único que no era de madera era los baños y las
duchas. Eran comunes. Estaban al fondo de la planta baja.
Visto lo visto les encargamos a Zarra y Silvia que buscasen por
el pueblo mientras nosotros nos quedábamos esperando en el Breeza. No paraba de
llover.
Mawlamyne es la ciudad más señera del pueblo mon. Algo de su
vida, cuando Myanmar era colonia inglesa,
lo reflejó George Orwell en su novela Los días de Birmania y en los ensayos Un ahorcamiento y Disparando a un elefante. Está en la desembocadura del Salween, en
el mar de Andamán, al sur de Myanmar, al oeste de Tailandia.
Nuestros compas llegaron chirriados, pero contentos. No muy
lejos habían encontrado un hotel muy decente a precio ajustado: el Sandalwood
hotel. Nos despedimos del Breeze y quedamos que les consultaríamos para hacer
excursiones porque se ofrecían como agencia.
Está oscuro ciego. Nos vamos a cenar a un bar con pintas de
salón parroquial que habíamos visto antes. Por el camino, Zarra me señala un
hotel muy aparente, pero...
-¿Por dentro no está bien? ¿El precio? -le pregunto a Zarra.
-No sé. Ni preguntamos. Es un puticlub.
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