Obediencia





Hace unos siete años compramos un GPS, un chisme de esos que te guía por los caminos del Señor. Sí, que tú le dices a dónde quieres ir y él, un ser superior, decide el camino a tomar. Ya cuando lo colocamos en el parabrisas tuve la sensación de que tenía cierto parecido con las vírgenes, rosarios y escapularios que la gente lleva colgando en el espejo o en el salpicadero; pero a diferencia de los San Cristóbales, que son meros amuletos,  los GPS transmiten órdenes directas del Sumo Hacedor.
Al principio abandonamos la costumbre de guiarnos por la razón y dimos paso a la fe en el GPS. Las cosas no fueron mal. Descubrimos que la voz podía ser masculina o femenina (estupenda cualidad divina); que hablaba varios idiomas (acojonante); y, lo más de lo más, que  adivinaba el futuro (ya era hora). Con un pitido agudo te advertía, como si fuera el Ángel de la Guarda, de que un paparazzi, metido en una cabina, estaba al acecho para inmortalizarte por exceso de velocidad. Más tarde nos enteramos de que entre Dios y Cesar se montaron un cristo porque tenían que dejar claras las competencias de cada uno. Cesar Hispanicus no recaudaba tanto porque Dios, a través del Tom Tom, le jodía el negocio. Esto tiene una explicación muy sencilla: el Tom Tom es holandés y, posiblemente, protestante. No digo más, de momento, porque a las religiones las carga el diablo.
Transcurridos los primeros efectos subjetivos del bautismo gepesiano entramos en una crisis de fe por motivos empíricos. Viajando a Madrid, tras discutir con él y entre nosotros sobre si era por un sitio u otro, y de perdernos, llegamos a la conclusión de que había que actualizarlo. Es decir, el devenir (en el sentido filosófico de cambio permanente que Heráclito explicó muy bien con su "no nos bañamos dos veces en el mismo río") de las carreteras españolas era notable. En las de otros países, no. Por Francia, Bélgica, Holanda... el GPS funcionaba a las mil maravillas. En alguna ocasión, al principio, por la experiencia hispánica, llegamos a dudar. Nos metía por unos andurriales increíbles, pero nos dejábamos llevar y nos ponía en el destino sin problemas. Hasta la carretera más insignificante era inmutable.
En un acto de total intimidad, en el ordenador, me confesé. Tenía dudas y  decidí contárselas a San Tom Tom. Después de conectar el dispositivo le dejé claro al servidor, que me descarrié, que maldije al GPS y que le culpé de mi proceder. Tras unos minutos, que se me hicieron eternos, me dejó claro que al ser la primera vez no me cobraba nada, pero que a partir de ese momento debía actualizarme permanentemente y pagar, por ponerme al día, una limosna como penitencia o una pasta por la indulgencia plena.  Menudo negocio tienen montado en este país. "No circulamos dos veces en la misma carretera" que diría Heráclito, si viviese aquí. Tras ese acto de arrepentimiento abjuré del gepeismo y le conté lo sucedido a Sara. Sara apostató metiéndolo en un cajón. Acordamos abandonar la comodidad de la obediencia ciega y volver a decidir por nosotros mismos leyendo los mapas, haciendo caso a los carteles y preguntado a la gente, si se daba el caso. Es decir, optamos por el "ver para creer"  de Santo Tomás (Tom en inglés). 
Dándole vueltas al devenir de las vías españolas, acelerado por el afán de riqueza del hombre, llegué a la conclusión de que se pueden usar el GPS como detector de corrupción. Partiendo de la base de que  el dios gepésico es como Dios manda, como debe ser, que no se confunde; cuando nos dice que nos mantengamos a la izquierda y resulta que hay una rotonda, es que se ha efectuado una obra y esa obra a enriquecido a un empresario y, quizás, a un político. Lo mismo cuando vas por una autovía y el GPS te indica que conduces por el campo. Puedes decir, sin mirar a nadie, que alguien se ha llevado una pasta gansa.
Hablando de políticos, hay un GPS alemán que le marca la hoja de ruta a Mariano y, este jodido, a pesar de acabar con todo lo que se le pone por delante, se empeña en seguir haciendo caso, a pie juntillas, a Ángela, al FMI y, por supuesto, a la Conferencia Episcopal.
Recuerdo que en la Amazonia, para ir de La Merced a Puerto Bermúdez, en un todoterreno muy trotado encontré la clave de lo que estoy diciendo.  En el salpicadero, bajo una capa de polvo rojo, se podía ver una pegatina con el texto "Dios nos guía". Cuando se montó el chofer le comenté, en broma, que prefería que condujese él. Se me quedó mirando con pintas de no entenderme. Le señalé el letrero. Lo miró. Alzó la vista al cielo y me dijo: Dios pilota este carro.

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