Un cuento falso
En primavera me pegué un buen
rato en la cuesta de Santo Domingo disfrutando con la grabación de un anuncio
de la bebida energética Red Bull. El toro era una moto que salía de los
corralillos embistiendo a una cuadrilla de corredores de pacotilla limpios y
aseados como para un anuncio de detergente. Yo pensaba que si repetían una y
otra vez las mismas escenas era porque no ponían entusiasmo, porque algún
cámara no estaba atento o porque las imágenes tomadas por el dron no cuadraban, no sé. El caso es que
en aquel montaje lo más real y auténtico era la moto. El piloto, un artista, la
tenía amaestrada y hacía con ella lo que le venía en gana.
El
otro día aparqué cerca del corralillo y me encontré con un grupo de orientales que bajaban por
Santo Domingo y se plantaban ante la hornacina del santo Red Bull. Pegada a la
pared, con una banderita que utilizaba como puntero, estaba la guía que les explicaría,
supongo, el encierro y sus milagros (no les iba a contar el rodaje del anuncio.
Aunque, considerando que hay gente que viaja a los sitios donde se han rodado
películas, tampoco sería extraño que hubiesen venido a ver los escenarios del
anuncio. Los orientales siempre nos han orientado por los caminos del espíritu
y de la ciencia. Oriente es el nacimiento). El caso es que entré en educación y
al salir, después de unos minutos, los turistas terminaban la contemplación con
un regocijo silencioso debajo de la
imagen falsa de San Fermín. Hasta llegué a pensar que en el ombligo podían
tener un botón de sonido y por respeto a lo sagrado lo habían dejado al mínimo.
Esta gente es muy sabia y espiritual. Marco Polo nos trajo las primeras
novedades y San Francisco Javier trató de llevarles, ingenuo él, una buena
nueva muy vieja para ellos. La guía dio unas palmaditas (lo digo porque lo vi,
porque oír, oír, no oí ni leches) y orientaron sus pasos por donde habían
venido. Nada de ir al museo, al archivo o a pasear por las murallas, el asunto
que atrae a los turistas es el encierro de los bulls.
El
caso es que me apunté a la comitiva guiado por la luz que irradiaba la
banderita. La estrella de oriente se posó a unos metros de la fachada del
consistorio y se lió a explicar, me imagino, lo del chupinazo. Tuve que
acercarme disimuladamente al grupo para cerciorarme de que la guía decía algo,
que emitía sonidos. Deduje que lo hacía en plan asiática que susurra a sus
paisanos porque estaban todos apiñados en torno a ella. En respuesta a un gesto
de la orientadora, los guiris armaron sus cámaras y se liaron a inmortalizar su
presencia en la capital donde los humanos corren delante de los toros.
Si
hubiese podido comunicarme les habría dicho que el espacio en el que se
encontraban no era el de San Fermín. Les diría que la fiesta no es el lugar, sino
la gente, los olores, las multitudes, el ruido, la suciedad... En línea con el turismo virtual desvirtuado que nos
invade me los llevaría a la Ciudadela para decirles que desde allí se tiran los
fuegos artificiales inventados por ellos hace tiempo. Nada de disfrutar de la
fortaleza.
Los
yanquis solo creen en las películas. Una imagen vale más que mil realidades.
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