Oliveira V. Arroz
En Perú, para llamar a comer golpeaban una barra metálica que colgaba del techo; en Brasil, como no podía ser de otra manera, tocaban un silbato. Cuando lo escuchamos por primera vez, para el desayuno, fuimos rápidamente y nos encontramos con una larga cola a la entrada del refectorio. Pero nada de meneo salsero y percusión; todo era tranquilidad. Se entraba a comer cuando el turno anterior desalojaba el salón por completo. En la larga mesa nos esperaban tres cuencos grandes con bizcochos y galletas, tres jarras de leche y unos azucareros. El café se entregaba por un ventanuco. Estaríamos unos veinte, sentados en dos bancos corridos, y no se oía nada. Los únicos blancos éramos nosotros; el resto era una cuadrilla de haitianos, flacos y negros como el carbón que desde que colocaron sus hamacas cerca de las nuestras nos llamaron la atención por su silencio, orden y limpieza. Habían estado unos meses ganándose el pan en Perú y ahora iban a Manaos a probar suerte en lo que fuese. Los que tenía enfrente juntaron sus manos en señal de oración, permanecieron unos instantes en recogimiento, miraron al cielo y musitaron un merci muy convincente.
Cuando terminamos llegué a la convicción de que siendo el mismo desayuno, el de ellos era infinitamente mejor que el mío.
Las comidas en el Oliveira eran como en todos los barcos en los que nos montamos: un día hebras de res y otro hebras de pescado con la misma salsa oscura y su cucharon de arroz blanco. Como se trataba de sobrevivir, todas los días dábamos buena cuenta de lo que hubiese sin ser capaces de distinguirlos. A mí me sabía todo igual y procuraba no comer mucho arroz porque no quería agravar mi natural estreñimiento. Aunque tampoco me importaba mucho dada la característica de los baños de éste (y del resto de barcos amazónicos). Las letrinas forman parte de la estructura del barco, sus paredes son metálicas y sirven a la vez de retrete y de ducha. Las variantes suelen estar en si en el suelo tienen una plataforma de listones de madera que te elevan del suelo para evitar el chapoteo; en si tienen o no, en una de las paredes, un ventanuco de ojo de pez que es imposible cerrar; y la insignificante tontería de tener un recoveco entre los tubos para dejar la toalla o el papel de váter a fin de que no se mojen cuando tienes la ocurrencia de ducharte. Bueno, hay cosas de menor importancia, como si la taza tiene tapa; si la alcachofa, si existe, dispara mal y tienes que pegarte a alguna de las paredes o subirte en la taza. Lo común a todos los váteres es que todos en algún momento del día huelen a zotal y que el agua que sale por los grifos es la del río. Un líquido terroso que a decir verdad no mancha y con el que los lugareños se enjuagan la boca cuando se limpian los dientes.
Creo que los escusados son los únicos lugares de los barcos amazónicos donde es imposible leer.
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