Oliveira V- Invasión
A eso de la ocho de la tarde el sol se fue poniendo poco a poco y el aire empezó a cargarse de humedad, como lo hacía habitualmente, por lo que decidimos subir a cubierta para respirar, estirar las piernas y vernos las caras ya que nos habíamos pegado el día dormitando y leyendo en las hamacas. Precisamente, en esa asana mágica fue cuando se me ocurrió el término chinchorrear como maquinar, fantasear, recrear el mundo mientras se está tumbado en un chinchorro.
Una vez en cubierta pillamos a toda leche unas sillas que había libres y las colocamos en torno a una mesa, también de plástico, que estaba arrumbada en un rincón junto al televisor. Un poco por contagio de los brasileños que estaban jugándose hasta las pestañas en un juego de cartas raro y otro poco por salir de la rutina, decidimos jugar una partidas al chinchón y al mus. Llevar una baraja no es mala cosa porque no ocupa nada, no necesita pilas y entretiene.
Estábamos pasando el rato bajo la tenue luz de un foco amarillento y la vibrante de una televisión que perdía la imagen constantemente, a pesar de que el antenista de turno se empeñaba en mantenerla sintonizada, cuando las frases “Cierro con chinchón” “No emparejo ni con cola” “Me voy a reenganchar” y otras parecidas que soltábamos con alegría o mala leche, pasaron a “¡Joder!” “¿Qué es esto?” “¡Me cagüen la puta!” “¡Qué asco!”. A tomar por el culo la partida. Se jodió. Bandadas de cucarachas voladoras, del tamaño de una castaña grande, se estrellaban contra todo y contra todos. A los nativos no les preocupaba lo más mínimo y seguían a los suyo; nosotros replegamos todo y nos bajamos corriendo a las hamacas intentando no pisar ni una. Vano intento ya que los chasquidos se sucedían. En la cubierta de las hamacas la cosa estaba mejor, aunque no tanto. Entraban igual, pero los chinchorros hacían un poco de pantalla. Algunas se quedaban en las primeras filas y el resto llegaba hasta el centro, donde estábamos nosotros, los focos y las mierda de monitores centelleantes de televisión.
Sacudimos bien las hamacas para que no quedase una jodida cucaracha, nos sujetamos los bajos de los pantalones con cordones o gomas, nos abrochamos los puños y los cuellos de las camisas y nos tumbamos con todo el reparo del mundo. Sara, que es delgada, muy habilidosa y con un concepto del espacio admirable, antes de desaparecer (no la ves en la hamaca porque se envuelve toda y apenas se mueve) me tapó poniendo un libro en un bolsillo colgante lateral de la hamaca y echándomelo por encima para que las cucarachas no me cayesen. Así me quedé, como un palo, porque si me movía se abría el chinchorro. El chinchorro de Sara y el mío son de nailon. Son muy ligeros, un poco calurosos y agobiantes porque no transpiran. Las paredes laterales, con el peso del cuerpo se tensan mucho y se hacen casi rígidas, como si fuesen pesebres curvos. Las de algodón son más flexibles y te permiten dormir cruzado, taparte o sentarte fácilmente.
La felicidad, desgraciadamente, dura poco en casa del desgraciado. Yo notaba el ruido de las cucas cuando chocaban contra la hamaca, pero estaba tranquilo (es un decir) porque sabía que estaban fuera e irían a parar al suelo (otro decir ya que el suelo, como tal, había dejado de existir a partir de la segunda parada del Oliveira V y se había tapizado de bolsas, mochilas, cajas, juguetes, zapatos, maletas y paquetes sospechosos e insospechados). Mi envoltura chinchorrera dejaba una chimenea a la altura de la cabeza y otra a la altura de los pies. En una de esas sentí en mi calva un pequeño golpe y a continuación unos leves picoteos. Solté los brazos que tenía pegados al cuerpo, le di un manotazo a la cucaracha que tenía en la cabeza y, lo que no había conseguido nunca, pegué un salto sin tocar a nadie y me estampé contra las mochilas. Hasta ese momento me solía caer de la hamaca al intentar bajarme de ella. Se me transformaba en una especie de columpio y me iba cayendo poco a poco en un intento hercúleo por permanecer agarrado y no caer a peso. Sara salió de su capullo, una señora que dormitaba entre nosotros pegó un respingo y se empezó a descojonar de mí; su marido le acompañó en el gozo y terminaron haciendo que yo también me riera. Gema y Zarra, que empezaron el viaje en el Oliveira junto a nosotros y ahora estaban a unas cuatro hamacas, pasaban por una situación parecida a la mía. ¿Qué se le va a hacer? A punto estuve de pasar el sombrero.
Cuando la señora se percató de que le había interrumpido el sueño porque las cucarachas se me habían colado en la hamaca, y no porque me hubiese caído dada mi falta de pericia, dejó de reírse y le mandó a su marido que la tapase como si se hubiese muerto allí mismo. Tras un buen rato de hurgar y tantear por los bultos del suelo, encontramos las mochilas, sacamos la mosquitera familiar y, con un alarde de precisión y acrobacias para molestar lo menos posible, nos cubrimos con la mosquitera. Mejor dicho, me cubrí, porque aunque estábamos juntos, en una de las paradas aparecieron entre nuestros chinchorros, otros.
Al amanecer, los rayos de sol se colaban entre las hamacas y la ropa tendida dejando a la vista unas cuantas cucarachas enredadas en la mosquitera. Desde dentro las golpeé para quitarlas, pero seguían allí como si nada. Con gran esfuerzo y valor tuve que salir de la mosquitera, cogerlas sin hacer mucha fuerza para no aplastarlas, y tirarlas. El camino a los servicios (dos de hombres y dos de mujeres como para unas doscientas personas) estaba siendo despejado de cucarachas por un señor mayor provisto de una escoba que juraría era la misma que había a la puerta del los baños. Mientras esperaba en la cola me fijé que el barrendero ocasional, era un pasajero, hacía montoncitos de cucarachas y de un escobazo las basaba por entre las estrechas ranuras del nacimiento de la barandilla. Cuando me llegó la vez, el artista del cricket cucarachil dejó la escoba apoyada cerca de la puerta.
A media mañana, al ir a cambiarme de ropa, ya me había olvidado de las cucarachas, me puse una camisa que tenía colgando en la barra de las hamacas y nada más ponérmela me acordé de ellas por la de bultos que me salían. Me la quité a toda hostia, la puse del revés y la sacudí hasta dejarla limpia. Los pantalones y las botas también estaban ocupados.
Al atardecer nos preparamos para la invasión, pero no acudieron. No supimos de ellas nunca más. Eso sí, se nos amenizó la tarde con una tormenta estupenda.
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