Oliveira V. Hamacas


 Desde el barco la selva es un muro verde enorme y regular. Es como si un peluquero celestial la podase con la intención de igualarla y de vez en cuando, por capricho, le pusiese moños y peinetas. Hay un zócalo marrón que en algunos tramos se vuelve teja. Por encima surge una melena rizada que tiene clavados alfileres de árboles esbeltos. Las nubes que amenazan lluvia son planas y en su parte inferior se alinean paralelamente al horizonte verde. Cuando se aproxima una ciudad van apareciendo en la orilla palafitos diseminados con su correspondiente escuela, un pequeño campo de futbol y alguna que otra parabólica mirando al río. Tengo la impresión de que el Amazonas es un camino marrón entre un océano verde en el que, cuando se forman cortinas de agua que caen del cielo, surge un arco iris que hace de puente entre el origen y el infinito. La selva ya no es virgen.

Paramos en Santa Mª de Ica y a la habitual carga y descarga de mercancía y subida y bajada de pasajeros, se suma la visita de un fuerte contingente de policía militar. No han subido para comprobar el exceso de pasaje que supera con creces los indicados en las placas colocadas en las cubiertas, lo han hecho para ver si los pasajeros llevan droga. Un oficial, acompañado por cuatro mastodontes con subfusiles en ristre, va solicitando a los sospechosos que abran sus mochilas, entreguen su documentación y se coloquen donde puedan ser controlados de cerca. A nosotros ni caso. A un muchacho le hacen quitarse las botas y a otro le rocían la mochila con un espray (según nos comenta un señor, si cambia de color es que quedan resto de droga). Si algún bolso es señalado y no aparece el dueño, lo abren ellos. Antes de abandonar la cubierta, el oficial saluda con marcialidad y en voz alta nos desea un buen viaje.

Con los barcos que surcan el Amazonas pasa lo mismo que con los autobuses o los trenes en los países explotados, se llenan de gente hasta reventar. El dueño abusa de la necesidad imperiosa que tiene la gente para desplazarse y se forra. La única manera de ir de un sitio a otro en el Amazonas es por barco, salvo que tengas pasta y viajes en avión. Conclusión, a la mierda la legislación sobre transporte de pasajeros y por la borda los derechos de las personas.

Al llegar los primeros al Oliveira, y siendo unos pardillos como éramos, dejamos que los miembros de la tripulación nos colocasen las hamacas donde estimasen oportuno. Y estimaron colgarlas en el centro.

-Mira que majos. Así nos libramos del sol. Muchas gracias –les dijimos largándoles una propina.

En un clima tranquilo y relajado fueron llegando más pasajeros (la mayoría eran también de fuera) y los acomodaban en línea con nosotros. Estábamos tan holgados que incluso comentamos el absurdo de ponernos juntos teniendo tanto espacio. Pero bueno, no había prisa, ya cambiaríamos según fuesen sucediéndose los acontecimientos. Sí, sí. Ya, ya. Que si salía, que si una demora. Después de un buen rato, cuando ya conocíamos al resto del pasaje, apareció una marea de gente bulliciosa, con maletas, bolsos, cajas y todo tipo de fardos que colocaban sus chinchorros como les venía en gana. En un visto y no visto aquello se convirtió en una intrincada red de hamacas de siete filas pegadas al tresbolillo y elevada sobre un maremágnum de bultos que apenas dejaban ver el suelo.

Acceder a nuestras hamacas o salir de ellas era como hacer un circuito americano. Tenías que pensarlo dos veces porque hacer aquella travesía te podía dar más de un disgusto. Había que mirar donde ponías el pie a la vez que te agarrabas a alguna hamaca suelta para no caer encima de los bolsos o las cajas. La cosa se complicaba si los chinchorros estaban ocupados ya que tenías que dar un rodeo o agacharte para pasar por debajo. A la noche era complicadísimo. Todo dios tumbado, unos con los brazos o los pies colgando, cruzados, hamacas muy altas o muy bajas, los gordos que ponen el chinchorro casi en el suelo, los que tienen los pies bañados en eau de fiemé o el cuerpo en sopa de pescado (también los había que se pasaban con lo que creían una colonia estupenda). Además, durante la noche, se dejaba oír la sinfonía en do mayor Opus 300 para hombres y mujeres, Roncando a tutti macchina. Obra singular que no tiene partitura y se parece al jazz. Cada uno sopla a su aire, se forman dúos, tríos y unos solos trepidantes que sin pauta alguna convergen en un tutti macchina de locos.

Ya en el chinchorro, cuando has conseguido la deseada meta de descansar, te percatas de que estar solo es un concepto, algo inmaterial que choca insistentemente con la realidad. La hamaca tiene la peculiaridad de estar en suspensión, colgada de unos hilos (vale, cuerdas; pero es que me queda poético) que la hacen proclive al movimiento pendular y, a diferencia de la cama, no tiene ni pies ni cabeza.

En un punto determinado de la cubierta del Oliveira, pongamos la hamaca A, se produce un movimiento X por causas desconocidas. Al estar las hamacas pegadas unas a otras y al tresbolillo se produce un movimiento a lo largo y ancho de todo el tenderete. En nuestro ejemplo, el movimiento de A se pasa a B y así hasta llegar a la Z, siendo esta última la hamaca más lejana a la hamaca origen del movimiento sísmico. Este movimiento puede tener los efectos conocidos como Tercera ley de Newton o la no menos conocida de Paquito el Chocolatero. La tercera de Newton o de Acción y Reacción no es otra cosa que el golpe que da una hamaca a su anterior. En nuestro caso el golpe que da Z a Y después que Y pegase a Z. La ley PC (Paquito el Chocolatero) es armónica y se produce cuando transcurre un tiempo suficiente como para que en el movimiento pendular que se origina al golpearse dos cuerpos suspendidos, no vuelvan a chocar, sino a pendulear a la par hasta llegar al punto más cercano al centro de la tierra, el de reposo. Siguiendo con el ejemplo, un Paquito el Chocolatero tiene lugar cuando C golpea a D y D no golpea a C porque C está en su recorrido hacia B. Todas estas leyes tienen lugar cuando no existe el caso Tonelete. Es decir, cuando en una hamaca hay un cuerpo pesado que es imposible mover. Véase que S golpea a T, no lo mueve y revota pegando a R. El movimiento pendular de los chinchorros no tiene la propiedad conmutativa porque el orden de los factores altera el producto. Si el epicentro del seísmo se produce en T (Tonelete) el nivel de destrozos es de 7 en la escala Richter. Pongamos que T se mueve hacia su izquierda golpeando a U, un servidor. U se va a la mierda pegando a V y volviendo a estamparse con T que viene de darle a S una andanada que genera movimientos hasta A.

¡Ojo! Que aparte de los movimientos telúricos producidos por deslizamientos pendulares de hamacas, existen los producidos por hundimiento o vacío. Tienen lugar cuando alguien se baja del chichorro. Si la razón es que se ha ido al retrete, al poco se produce otro terremoto llamado de ocupación y con resultados muy parecidos.

Bien es verdad que terminas acostumbrándote y llegas a cogerle cariño al mismísimo Tonelete aunque por la noche te de manotazos o te ponga los pies a la altura de la cara. No lo hace con mala intención. Cuando te cruzas con él, te sonríe.

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