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Mostrando entradas de junio, 2013

Guayana francesa

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La barca con la que cruzamos el Oyapock nos dejó al pie de la gendarmería de Saint Georges. Un sargento nos oyó hablar y nos dijo en un castellano afrancesado, como de Hendaya: Tranquilós están en la Francia y no es necesario sellar pasaporte. Alé, alé. Cogimos un taxi camioneta que compartimos con una chavala muy guapa que iba con su hijo. El chofer hablaba castellano, brasileño y francés. Dani, que iba de copiloto, muy en su línea, no paraba de hablar. Le comenta al chofer: nosotros somos vascos. Del norte de España. Bueno, europeos. ¡Ah! Ya. Igual que yo, le dice el chofer. ¿Y de dónde? De Cayenne. Se nos vuelve Dani, todo asombrao y nos dice: tiene razón. Esto es tan Europa como Canarias. Y dirigiéndose al chofer: barkatu. Nos hospedamos en un hotel decente que lo regentaban unos chinos, vietnamitas o lo que fuese. Eran orientales de Cayenne, que mira por donde está lleno. El caso es que al otro día nos largamos porque nos cobraron el desayuno, el aire acondicionado no chut...

Oiapoque

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A eso de las siete apareció nuestro autobús. Me pareció austero a la par que noble. No era moderno, pero tampoco viejo. Un autobús de campo. Algo así como trotao por esos caminos del dios de la selva que en caso de que se le joda cualquier cosa, no tengas que preocuparte de que lo vayan a estropear más. Cuando nos montamos hacía calor y no se me ocurrió pensar que por la noche pudiera bajar la temperatura. Si bajaba un poco tampoco me importaba porque para mis almo-ranas no había cosa mejor. Antes de que oscureciera ya habíamos dejado los pocos kilómetros de asfalto que eran parte de los más de cuatrocientos que separaban a Macapá de Oiapoque y nos pudimos percatar de lo que suponía viajar por caminos de tierra por la selva. El chofer iba a toda leche. Cuando era de día y los cristales no se habían cubierto de un polvo rojo podías apreciar lo cerca que quedaba la ventanilla de un muro verde mucho más alto que el autobús. De vez en cuando se paraba para salvar algún bache XXXL...

Macapá

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Macapá es una ciudad brasileña situada en la margen izquierda del Amazonas que no está unida al resto de Brasil por carretera. Sólo se puede acceder por barco o avión. Al Este limita con el océano Atlántico y al sudeste con el Amazonas y el resto con la selva. Es decir, hay una zona desde la que puedes ver las dos masas de agua sin distinguirlas. Es una ciudad sin grandes edificios, plana y con largas distancias que se cubren fácil cogiendo las líneas de autobús. Cogimos habitación para una noche a un buen precio y bastante céntrico aunque teníamos la sensación, por el tipo de casas muy bajas, que estábamos en un pueblo o en las afueras de la ciudad. Paseamos por el puerto que es donde late el corazón de la ciudad y por la fortaleza que está al lado. El fuerte está muy bien cuidado y tiene un gran parecido con la Ciudadela de Pamplona, con la diferencia que en Macapá, al pie de las murallas está el Atlántico o el Amazonas, vete a saber, sea el que sea es muy bravo. Al día si...

De Belém a Macapá

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El sábado, 6 de agosto, a eso de las nueve cargamos con las mochilas y nos acercamos al muelle para coger el barco que nos iba a llevar a la otra orilla del Amazonas, a Macapá. Casi ni podemos entrar en la gran sala de espera porque estaba abarrotada de gente a pesar de que salía a las doce. Entre tanto y tanto nos entreteníamos saliendo y entrando, sentándonos sobre las mochilas o leyendo. Yo decidí concentrarme en la música de Javier Krahe que llevaba en mi viejo mp3. Una, otra, otra… y mira por donde me aparece Antípodas. Toma alegría y relato de la realidad en la que estábamos inmersos. Por lo visto, mi cara transmitía tanta felicidad que Sara me mangó el auricular que tenía en mi oído izquierdo. La canción la terminaron escuchando Gema y Zarra y coincidimos en que Krahe es un genio divertido. Manejarse en aquella sala entre tantos bultos por el suelo, críos jugando y familias que deciden almorzar a sus anchas resultaba jodido. Nos turnábamos en la vigilancia de las mochila...

Belém do Pará

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Desde el río, al atardecer, los rascacielos de belén reflejan el fuego del sol. La silueta de la ciudad es un peine gigante desdentado arañando el cielo. Tengo cierta aversión a las ciudades grandes y ésta lo es. Por su puesto que mi estado físico y mental con unas almorranas XXL que me salieron en la hora que me pegue en el portal (letrina) del puerto de Belém, contribuyó mucho a la mala imagen que tengo de la ciudad. Como Manaos, alcanzó su esplendor con la fiebre cauchera y las dos ciudades rivalizaron por alcanzar el título de Miss Amazonas. El Teatro da Paz se vio superado en todo por el de Manaos y las edificaciones de la época, en los dos casos, no llegan, por su abandono, a tener un valor artístico significativo, aunque sí histórico. Cierto es que Belém, al encontrarse cerca de la desembocadura del Amazonas, es la llave para acceder al cofre amazónico y eso la ha convertido en la ciudad más grande del río con unos dos millones de habitantes. Vamos, que chulean a Manaos. ...

Un balón es más que una pelota

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El ambiente alrededor del bar se iba haciendo más bullicioso de lo habitual. Los jugadores de cartas interrumpían el juego, vociferaban, reían y se tomaban el pelo a la vez que increpaban a unas muchachas que trataban de ver el capítulo diario de una telenovela ñoña. Nosotros jugábamos al chinchón en un lateral, fuera del toldo que cubría la zona del mostrador y de la tele. Poco a poco desaparecieron las mesas y se fueron colocando las sillas en fila para que cupiese más gente delante del televisor. Algunos miraban el reloj con impaciencia y el Tahúr le hacía señas al del bar para que apareciese el antenista. El antenista, en un barco del Amazonas es el alma del jaleo. Sin él es imposible ver la tele porque se pierde la sintonía cada dos por tres. Bueno, cuando está sintonizada tampoco es que se vea bien, pero uno se acostumbra y da por bueno hasta el blanco y negro. Del techo sale el eje vertical de la parabólica que es girado por el antenista valiéndose de un pequeño volante metál...

A Belém pastores.

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Viajaba con nosotros un personaje enjuto, de piel cetrina, vestido todo de blanco, con un gorro en forma de cono trenzado con hojas verdes de palma y en la punta un pajarito del mismo material. Paseaba despacio como disfrutando de todo lo que estaba a su alcance. De vez en cuando se sentaba, abría una bolsa grande de tela y con unas tijeras, como única herramienta, confeccionaba figuritas de animales. Pájaros, peces, caballos, serpientes y lo que la gente le pedía. Lo daba todo a cambio de nada. Me senté a su lado. Mientras hablábamos materializó un pájaro con las alas desplegadas y, con unas tiras muy finas, apañó una flor para, según él, prenderla en el pelo de una dama. Me contó que era de una aldea de la selva peruana y que iba a Rio de Janeiro a presentar su saber a un tribunal de artesanos que otorgaba, con motivo de los mundiales de futbol, licencias para colocar puestos de artesanía en las calles de las ciudades sedes de los encuentros. No único que llevaba encima era un par...

A Belém I

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En la planta con aire acondicionado, como para una habitación de una cama, al fondo, estaban los servicios y el refectorio. Los váteres lucían tanta mugre gran reserva, en todo su esplendor, que mi natural estreñimiento se agravó hasta que ya en Belém me salió una almorrana que me jodió durante unos cuantos días. Me resultaba tan asqueroso que lo único que hacía era mear en suspensión después de hacer cola. Bien es verdad que el penúltimo día, Sara, harta de ponerse en las largas hileras, se bajó a la primera planta y descubrió unos baños igual de limpios que los de la segunda planta, pero libres. Nos lo comunicó con el mismo entusiasmo, supongo, con el que Rodrigo de Triana le dijo a Martín Alonso Pinzón “tierra a la vista”. En mi primera visita me encontré a Chanquete tumbado, adormilado entre unos tablones. Le saludé, pero como si nada, seguía con la mirada vigilando el infinito por si los dioses le dejaban algún culo de cerveza. El desayuno estaba incluido en el billete y ...