Belém do Pará

Desde el río, al atardecer, los rascacielos de belén reflejan el fuego del sol. La silueta de la ciudad es un peine gigante desdentado arañando el cielo.

Tengo cierta aversión a las ciudades grandes y ésta lo es. Por su puesto que mi estado físico y mental con unas almorranas XXL que me salieron en la hora que me pegue en el portal (letrina) del puerto de Belém, contribuyó mucho a la mala imagen que tengo de la ciudad. Como Manaos, alcanzó su esplendor con la fiebre cauchera y las dos ciudades rivalizaron por alcanzar el título de Miss Amazonas. El Teatro da Paz se vio superado en todo por el de Manaos y las edificaciones de la época, en los dos casos, no llegan, por su abandono, a tener un valor artístico significativo, aunque sí histórico. Cierto es que Belém, al encontrarse cerca de la desembocadura del Amazonas, es la llave para acceder al cofre amazónico y eso la ha convertido en la ciudad más grande del río con unos dos millones de habitantes. Vamos, que chulean a Manaos.
Siempre procuramos alojarnos en sitios que nos permitan movernos sin necesidad de pillar taxis y a un precio asequible. No queremos tirar el dinero, pero tampoco dormir en casas de miseria. Bueno, ahora que caigo, en Santiago de Chile dormimos cuatro noches en una residencia familiar indefinida de cuyo nombre siempre me acuerdo, Tabita, que siendo una auténtica ruina, tenía la impagable ventaja de estar a doscientos metros del Palacio de la Moneda.




Las zonas nuevas o muy céntricas, de grandes avenidas o plazas, no nos llaman. Suelen parecerse muchos de unas ciudades a otras, no tienen personalidad, son hoteles grandes, limpios y asépticos. Conseguimos hospedarnos en un hotel enclavado en todo el meollo comercial y castizo de Belém. Las habitaciones eran amplias, con un pequeño baño, unas cortinas recias que mejor no tocar, un cajón de aire acondicionado que alivió bastantes mis problemas de salud, un frigo bar con un congelador pequeño, una tele de veinte pulgadas con culo, muy de Brasil, y una cosa muy llamativa: la cama era de cemento. Casi como la canción mejicana esa de que la mujer que a mí me quiera a de quererme de veras. No había somier. Para que el colchón no patinase, la plataforma de pulido cemento tenía un borde redondeado de unos cuatro centímetros, como si fuese un pie de ducha sin desagüe. Lo mejor era que debajo de la cama no se podía perder nada ni esconderse ser vivo alguno. El edificio del hotel era relativamente nuevo, no tenía vigas y suelos de madera como los que habíamos visitado en el mismo barrio, aunque su fachada necesitaba revoques y una buena mano de pintura. Muy en consonancia con el barrio el propietario primaba la utilidad sobre la estética.

Llegamos a Belém en domingo y eso en América latina es llegar a una ciudad muerta. Todo está cerrado, no pillas bares ni restaurantes donde poner el culo. Es como si a la gente se la hubiera tragado la tierra o bebido el Amazonas. Por la calle no circula ni el aire. En tales circunstancias suele ser entretenido pasear sin rumbo y dejarse llevar por la nada. En ese paseo cansino llegamos a la Plaza de la República. Bueno, plaza, lo que se dice plaza es, pero en tanto y cuanto está rodeada por una amplia calzada y edificios altos. En realidad es más un enorme parque de poco arbolado, mucha tierra pisada y unos cuantos edificios significativos de la época de esplendor como el Teatro de la Paz (no tan exquisito como el de Manaos) y otros de los mismos años en estado de hibernación y reparación lenta. Los domingos, más que otros días, los alrededores de la plaza se convierten en un enorme mercadillo que se prolonga por los bulevares y placitas cercanas. Al atardecer se transforma. La gente desaparece y los grupos marginales campan a sus anchas. Hasta el taxista que llamamos desde el hotel para que nos llevase al único restaurante abierto, puso pegas a la hora de pasar por el lugar. Bueno, pegas puso hasta para venir al hotel.

Pasé una noche de perros y el lunes, muy a mi pesar, les dije a mis compas que me preocupaba ir por la ciudad sin tener cerca un evacuatorio. Al de la habitación, después de dormir prácticamente en él, ya le había cogido cariño y prefería quedarme solo con mi pena y mi dolor. Dormí un rato por cansancio, pero para las nueve ya no había manera. El voceras de la enorme tienda de telas y ropas que había debajo rivalizaba con el de enfrente, que vendía lo mismo. Cuando los altavoces de uno cesaban, los del otro se ponían a cien. Música y relato detallado de las magnificas telas. A uno le entraban ganas de bajar a comprobar tales maravillas. Y, como uno no es de piedra, aunque sí la cama, baje las escaleras como los gigantes, tieso a la vez que tenso para no sentir cierto fuego, y me planté en la calle. Fue como salir de la cueva fresca y oscura al color y el alboroto de la Estafeta en San Fermín. Me quedé en estado de shock. Y más vale que me quedé quieto. Si me muevo un centímetro me atropella un tío que llevaba a los hombros como unos cinco rollos de tela en cada uno y se guiaba, creo yo, por una especie de radar intuitivo, porque al hombre no se le veía la cabeza. No te lo pierdas, había dejado aparcada al lado una bici roñosa con un carrico roñoso, como de un metro por cincuenta centímetros y un metro de alto en el que había colocados, verticalmente, otros tantos rollos de tela de unos dos metros. Superado el primer sobresalto me dediqué a pasear pegado a la pared y mirando a diestra, siniestra y abajo. Siempre al suelo porque en cualquier momento podías caer en un abismo abismal, tropezar con algo o pisar la cama de cartones de algún buen hombre. En el poco rato que paseé y en los siguientes días vi a más de un coche meter la rueda en los socavones. Para que eso no ocurra, la gente coloca en la zanja un palo largo o una barra. El caso es que si metes una rueda tienes que pedir ayuda. Una muchacha que conducía un Toyota pequeño nuevo metió la rueda y no se atrevía a salir de coche. Temía que le pasase cualquier cosa pues unos chavales morochos, negros y con camisetas musculosas estaban contemplando el accidente. Es más, creo que al doblar la esquina y verlos, se asustó y no se percató del socavón. Se le veía muy nerviosa. Uno de ellos, muy amable, le invitó a bajar y en un momento le sacaron el coche. Habían sacado más de uno, seguro. Le recomendaron que fuese a un taller para que le mirasen los bajos.

Lo de los socavones, agujeros o pozos tenía un uso higiénico notable. Puede que incluso se hiciesen adrede porque los comerciantes tiraban allí la basura cuando barrían la acera. Amén de que era el sumidero por donde desaparecía el agua de las torrenteras que se formaban con la lluvia. Viendo todos los días uno muy profundo que había cerca del hotel, llegué a la conclusión de que estaba conectado con alguna sima abismal porque no se llenaba a pesar de todo lo que tiraban en ella.

El puerto, el mercado Ver-o-Peso, los tenderetes cercanos y la moderna Estacao Das Docas estaban cerca y me paseé por ellas. Los empujones de la gente, el ruido, los olores de la basura y del pescado me pusieron mal cuerpo y tuve que volver con paso firme y corto a mi cueva, a mi retrete.

Al día siguiente, con los ánimos y compañía de Sara, me atreví a salir un poco más lejos, comer en los restaurantes al peso y sentarnos en cualquiera de los bares de la Estacao Das Docas. Zarra y Gemma se solidarizaron y pasamos unos buenos ratos. Lo de comer y sentarme, entre comillas. Yo les acompañaba a la mesa comiendo poco, bebiendo mucha agua y sentándome como si la silla no estuviese pagada. Cosas de la naturaleza.

El mercado Ver-o-Peso es un edificio muy bonito, símbolo de Belem. Es un espacio sucio y destartalado donde se controla la venta de pescado que a su vez está rodeado por puestos incontrolados tan numerosos como los de dentro. Los zopilotes campan a sus anchas.

Entre el mercado y el Forte do Presépio hay una zona del puerto que la dedican al mercadeo del acai. Toneladas y toneladas de este fruto parecido al arañón se subastan en un trajín increíble de gente que los carga en camiones destartalados o en remolques de dos ruedas tirados por personas.
Cuando los barcos atracan, a la madrugada, la marea está alta y la descarga es más o menos fácil. A medida que avanza el día la marea baja, los barcos se quedan encallados en el fondo y todos los desperdicios se quedan al aire para que los zopilotes se pongan de comer hasta las trancas.

Desde el mercado Ver-o-Peso hasta la Estacao Das Docas se puede pasear entre puestos de venta de artesanía, plantas medicinales y barracas destartaladas donde puedes comer y beber a buenos precios. Eso sí, con buenas tragaderas. Por la noche la gente duerme debajo de las mesas, entre cartones o al abrigo del muro del malecón. En todo este mundo la tolerancia es la reina. Nadie se escandaliza ni llama la atención a nadie. La gente ríe, hace bromas y se ayuda porque saben que solos no sobrevivirían. Una mujer con pintas de haber perdido la cabeza se pasea desnuda ante la indiferencia de la gente.

La Estacao Das Docas es el polo opuesto a todo lo anterior. Es un conjunto de almacenes de principios del XX que han sido remodelados y restaurados con el fin de instalar un complejo de tiendas y restaurantes de lujo. En el interior, sentados en la plataforma de una grúa que se desliza a lo largo de todo el centro comercial por un monorraíl que cuelga del techo, unos músicos amenizan la estancia. Prostitutas de lujo, subidas a unos tacones de vértigo, con unas minifaldas mínimas, buscan clientes. En el parquin se ven coches de alta gama.



Comentarios

  1. te libraste de comer piraricú, tan salado como lo rancio que estaba. Debía ser astringente ya que el tapón..........
    Una ciudad de lo mejor que conocemos en el Amazonas, después de 5.000kmrío abajo a velocidad de tractor..

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