De Belém a Macapá

El sábado, 6 de agosto, a eso de las nueve cargamos con las mochilas y nos acercamos al muelle para coger el barco que nos iba a llevar a la otra orilla del Amazonas, a Macapá. Casi ni podemos entrar en la gran sala de espera porque estaba abarrotada de gente a pesar de que salía a las doce. Entre tanto y tanto nos entreteníamos saliendo y entrando, sentándonos sobre las mochilas o leyendo. Yo decidí concentrarme en la música de Javier Krahe que llevaba en mi viejo mp3. Una, otra, otra… y mira por donde me aparece Antípodas. Toma alegría y relato de la realidad en la que estábamos inmersos. Por lo visto, mi cara transmitía tanta felicidad que Sara me mangó el auricular que tenía en mi oído izquierdo. La canción la terminaron escuchando Gema y Zarra y coincidimos en que Krahe es un genio divertido.

Manejarse en aquella sala entre tantos bultos por el suelo, críos jugando y familias que deciden almorzar a sus anchas resultaba jodido. Nos turnábamos en la vigilancia de las mochilas para salir a fuera a respirar un poco de aire no tan caliente.

Se abrieron las ventanillas, cogimos los billetes y tira para el San Francisco de Paula. Para cuando llegamos aquello ya estaba petao en la segunda cubierta y nos bajamos a la primera. También había un bosque de hamacas, pero quedaba un pequeño espacio libre, el correspondiente a la trampilla para bajar a la bodega de carga que estaba abierta. Hicimos guardia a los dos lados del aguajero mientras cargaban de todo. Aquello era acción. El borde del muelle estaba como a dos metros de donde estábamos nosotros. Los de tierra dejaban caer las cajas y los de abajo las cogían. Para cargar unas cajas que debían llevar ordenadores, eso es lo que salía dibujado en el embalaje, un muchacho se apoyaba con un pie en la barandilla del barco y con el otro hacía fuerza sobre la pared del muelle. Levantaba los brazos, le daban las cajas y, sin dejar de mirar arriba, las entregaba a otro que las dejaba sobre una rampa echa con un tablón que habían sacado de debajo de los bolsos y maletas que los pasajeros habían dejado en el suelo. Cuando ya parecía que ya no había más cosas para cargar y estando retirando el tablón, apareció una camioneta con un frigorífico que podía medir dos metros. Pues nada. La bajaron como si tal cosa y terminó tragado por la bodega. El único problema que tenían era que, dado el volumen, necesitaban dos personas más.

Cerraron la puerta de la bodega, colocaron el tablón encima y nos liamos a colgar las hamacas. La única ventaja del trocito que habíamos cogido era que estaba en la última fila y no cabía otra, eso creíamos. Perpendiculares a nuestras hamacas se colocaron dos filas y todos tan campantes. No habíamos viajado tan hacinados nunca.

Como no salíamos, teniendo todo cargado, me fue a proa a ver si soltaban amarras. Ya, ya, soltar amarras, no tienes mala. Estaban cargando a puro huevo una kawasiki 1100 preciosa que habíamos visto y comentado de su belleza cuando nos montábamos en el barco.

Un señor me llamó la atención de que no me apoyase en un bolso que tenía debajo de mi chinchorro. Le dije que estuviese tranquilo que no lo iba a hacer y él, orgulloso, me mostró su contenido. Podía llevar como unos veinte elepés de vinilo. Trabajaba en Macapá y había ido a Belém al entierro de su madre. Los discos eran toda su herencia. La mayoría los había comprado él cuando era adolescente, pero no se los había llevado nunca porque a su madre le gustaban y los podía escuchar en el tocadiscos que había en su pequeña casa. Fueron el recuerdo de su hijo y ahora eran el recuerdo de su madre. Ver como se le humedecían los ojos a un tío grande y fuerte, de unos cuarenta años, me conmovió y durante las 24 horas que duró el viaje pasamos buenos ratos charlando. Era militar, ya me lo había parecido desde el primer momento, y por haber estado destinado en distintos sitios tenía una visión bastante contrastada de su país. Procedente de una familia muy humilde, con mucho esfuerzo había conseguido entrar en el ejército, ampliar sus estudios y alcanzar un nivel de vida aceptable. El futbol le interesaba en tanto y cuanto movía masas que podían causar desordenes de difícil control. Sostenía que actuar sobre una masa de aficionados que hacen destrozos era más difícil que luchar contra la mafia. Los errores, que fácilmente se pueden cometer, eran castigados por la prensa y la sociedad de forma desproporcionada. Los mundiales de futbol del 2014 los veía como un reto para Brasil en su marcha por demostrar que está al nivel de las potencias mundiales. Y eso le preocupaba mucho porque, según él, Brasil estaba creciendo a mucha velocidad en el plano industrial y de aparente desarrollo, pero las desigualdades sociales y sus consecuencias de lucha de clases podían estallar. Le parecía que el crecimiento era muy artificial y que el progreso de Brasil podía tener los pies de barro. En frase suya era como participar en una carrera habiéndose dopado. Los compañeros de hamaca coincidían con él, aunque su interés por el futbol era distinto. Se conocían los nombres de la selección española y su buen hacer, pero lo que me sorprendió fue que todos eran forofos del Barça y admiradores de Guardiola. Guardiola es un genio brasileño que nació en Barcelona y que tiene que regresar aquí, me comentó uno que se apuntó a una de nuestras charlas.

El barco no hacía paradas y la gente que quería montarse o bajarse al pasar por algunas de las muchas islas que bordeábamos, lo hacían sobre la marcha. Se acercaba la piragua, se ponía a la par, se agarraban con un gancho y hacían el trasbordo. Uno, al montarse de un salto en la piragua que se había acercado dejó a la vista la pistola que llevaba metida en el pantalón.

Hacía un calor de perros y nos poníamos moraos de cervezas en la terraza. El váter ni pisar. Nos dejaron en el puerto y después de un buen rato negociando con un taxista pirata conseguimos un buen precio para que nos llevase a la ciudad.


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