De Vang Vieng a Vientián





El bus tenía pinta de haber dado lo mejor de su vida y más. Las portezuelas para guardar el equipaje no se abrían y tuvimos que subir las mochilas arriba. Por nuestra cuenta decidimos colocarlas apiladas en dos asientos de la última fila ya que por el pasillo ya había un ventilador, sacos de arroz y unas diez banquetas de plástico apiladas por si fuera necesario ser utilizadas como trasportines. Los asientos eran corridos para que se pudiesen sentar tres personas nativas cómodamente. El acolchado del culo del asiento, si lo hubo, fue cosa del pasado coreano que el bus tuvo antes de ser entregado a Laos por una ONG. La puerta de emergencia, así lo ponía en el cristal, estaba soldada y donde debería quedar un espacio para salir por ella, se había colocado otro asiento. Las barras para agarrase las personas que van de pie, servían para colgar alfombras y tablas. En un intento de colocar bien el culo del asiento se me cayó al suelo. Pensé que me lo había cargado, pero las risas de muchacho que no me quitaba ojo, me indicaron que simplemente se había caído. Todos estaban igual. A lo largo de las siete horas de viaje, en más de una ocasión tuvimos que ajustar el asiento porque se escurría. El jodido del chofer, en cuanto sospechaba que podía aparecer un cliente, aminoraba la marcha, ya de por sí lenta porque nunca pasaba de sesenta, y tocaba la bocina un buen rato. Su ayudante negociaba con los clientes, subía los bultos y ordenaba al personal sobre la marcha. Tú te sientas ahí y tú allá. El rey del tetris. Le encajaba todo. Donde tú pensabas que ya no cabía nada más, el veía un hermoso hueco para meter algo o a alguien.  En una del las mil paradas, en un alarde de fuerza y habilidad subieron una columna, de esas para enfriar el bidón de agua que se coloca en la parte superior, y como se podía caer dada su mucha altura y poca base, el acomodador la ató con una soga a mi respaldo. No se movió en todo el viaje. En otra ocasión subieron un padre y un niño de unos cuatro años con una caja de cartón grande y un maletín negro tipo a los de ordenador portátil. La caja y el maletín los colocó el padre donde le indicó el cobrador y, sorteando sacos, cajas, bultos, banquetas con pasajeros sentados en ellas, fueron a sentarse en un hueco que les hizo un señor que iba con su señora. El padre se sentó con medio culo fuera y acomodó al muchacho sobre sus rodillas. El hijo iba contento. Agarrado a la barra del respaldo delantero miraba con curiosidad el paisaje y con timidez infantil al paisanaje del bus. A Sara y a mí no nos quitaba ojo. Si le pillaba mirándonos, le sonreía y él, apurado, giraba la cabeza. De vez en cuando se echaba un poco para atrás para contarle confidencias a su padre que daba cabezadas y le apretaba contra su pecho por miedo a que se le cayese. Al rato, en una parada, se bajó un señor que iba en el asiento anterior al suyo. El padre le indicó al muchacho que se sentase en el asiento libre, pero no hubo manera. Una chica, la que ocupaba la otra mitad, le invitó con gestos de cariñó a que se sentase a su lado, pero nada. Al final se sentó el padre y volvió a colocar al hijo en su regazo. El crio debió percatarse que su padre, al estar más cómodo, se dormía como un lirón, decidió abandonarlo sentándose en un saco de arroz que había a su lado, en el pasillo. Eso sí, hizo todo el viaje agarrando a su padre de la mano para que no se cayese hacia el lado de la joven.
Nos dicen que los ciento cincuenta y cinco kilómetros que nos separan de Vientián nos costará hacerlos unas cuatro horas. Hacemos apuestas entre seis y siete. No ganó nadie porque nos costó cuatro horas y media. Una maravilla.

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