Monje forofo





Con la tontería esa de que ya que estamos aquí vamos a ver el renombrado Parque Buda, en la estación pillamos un autobús de línea bastante nuevo que hacia el recorrido hasta el parque. Cuando ya nos habíamos hecho a la comodidad y lujo asiático del bus, el chofer nos indicó que ya habíamos llegado. Nos bajamos sorprendidos porque nosotros pensábamos que tardaríamos una hora y pico. Estando allí, un poco en la nada, cerca de un gran parquin y con un edificio con buena pinta, se nos acercó un hombre flaco y estrafalario.
Buda, buda -nos gritaba señalando un tastarro de microbús.
Pues nada, venga, a la tartana y rumbo al parquecito. Nada más arrancar pudimos apreciar por nuestro sensor corporal que se había acabado el asfalto. No merecía la pena circular por aquellos andurriales con un bus nuevo porque iba a durar poco. El camino, muy ancho y recto por el que circulaban camiones en los dos sentidos, cursaba paralelo al Mekong y a una llanura de arrozales. Las casas del camino estaban teñidas del mismo color marrón que todo aquello que no fuese arroz. Tenían aspecto de padecer las crecidas del río así como las polvaredas del numeroso tránsito de camiones cuando el suelo no estaba embarrado.
Nuestro ruidoso bus iba sorteando baches, montículos y animales diversos que se cruzaban en nuestro camino por lo que era difícil mantener una conversación medianamente inteligible. En alguna ocasión, a todo lo anterior, había que añadir los camiones que amenazaban con comernos, pero que nuestro chofer los regateaba en plan Messi.
El parque resultó una horterada plagada de estatuas de buda y de imaginería hinduista cercana a lo tétrico. La mayoría mostraban sus huesos de alambre y su piel en una gama de grises y pardos hasta el negro. Todo esto se le ocurrió, a mediados del siglo pasado,  a un chamán con pasta y aficiones artísticas de andar por casa. La humedad se enseñorea por el parque y el dinero que recaudan no es suficiente para mantenerlo a pesar de que se llena de visitantes laosianos y de que cobran por sacar fotos.
Después de pimplarnos unas cuantas botellas de agua esperando un buen rato al bus, tuvimos que esperar otro tanto hasta sumar un número suficiente de pasajeros como para que el viaje fuese rentable. Estábamos combatiendo el bochorno saliendo y entrando del bus, cuando llegó un monje joven, regordito y curioso que se sentó cerca de la puerta. No nos quitaba ojo. Comentamos entre nosotros sobre las ganas que estaba mostrando por entrar en conversación y no tardó en confirmarlo. En un inglés básico nos preguntó de dónde éramos. De España, de una región del norte… Se le iluminó la cara y, entusiasmado, se puso a rajar de futbol. Se aceleró tanto que su inglés se hizo un laosinglis de difícil traducción a nuestro espanglis. Nos pidió disculpas y más sosegado nos dijo que tenía veintiún años, que estaba estudiando inglés, que se le hacía muy cuesta arriba el idioma y que le disculpásemos por su pronunciación. Nosotros le dijimos que compartíamos sus mismos problemas, pero que dada su juventud él tenía mejor futuro en el mundo de la lengua de Shakespeare. Confesadas nuestras debilidades, el monje se liberó de sus prejuicios y nos confesó que amaba el futbol. Literal. De un zurrón de tela sacó un libro de inglés y un cuaderno. Los dos estaban forrados, a modo de mural, con fotos de la selección española y del Barcelona. Para que no se le estropeasen los forros, los había cubierto con un plástico fino. En un castellano muy aceptable, señalando con el dedo, decía: Puyol, Casillas, Xavi, Pedrito, Messi, Piqué… Nos dejó tan pasmados, que nuestras caras fueron un cerrado aplauso a sus conocimientos. Estuvo a punto de levantar los brazos en señal de victoria pero se acobardó. Con una sonrisa de triunfo metió el libro y el cuaderno en su zurrón y los apretó contra su pecho.
Volvimos a Vientián bajo un calor sofocante que se aguantaba bastante bien con las ventanillas y las puertas de la tartana abiertas. Pero cuando el cielo decidió  aliviarse aquello se convirtió en una ducha. No había forma de cerrar las ventanillas y la solución pasaba por alejarse de ellas. A una muchacha que para no mojarse corrió la cortina, el viento, cargadita de agua, se la estampó en la cara. El monje se bajó cerca de unas casas muy humildes en medio de la nada y nos despidió en un inglés perfecto.

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