Vientián
La capital de Laos me resultó muy
acogedora. Una ciudad tranquila hasta decir basta, que deja pasar las horas languideciéndose
entre los frondosos árboles que la pueblan y que se socializa a la luz de las
largas puestas de sol.
Vientián se puede recorrer muy bien a
pie o en tuk-tuk, sin prisa. Es llana como una mesa de billar. Las calles
adyacentes a la ribera del Mekong son las más comerciales. Cantidad de hoteles,
restaurantes de todo el mundo, bares, monasterios, templos budistas y una
caterva de palacios y mansiones de estilo colonial que albergan las embajadas y
los ministerios. Paseando por allí, nos percatamos que en uno de esos palacetes
con amplios jardines y altas tapias había policía en la puerta y como mucha
animación. Nos acercamos y, toma ya: la embajada francesa y catorce de julio. A punto estuvimos de meternos en el sarao pero
no íbamos con la ropa adecuada y los de la puerta nos miraban mal (con envidia,
pobrecicos).
Cerca del hotel, a unos treinta
metros, en la acera de enfrente hay un templo con sus casas de residencia para monjes,
su campanario de tres pisos en los que prima el tambor grande y su tapia
rodeando el recinto. Cae el sol a plomo y hay certamen de coros de chicharras.
La tapia, como en la mayoría de los templos, está repleta de estupas con
escrituras de los nombres de las personas que tienen sus cenizas dentro y en
algunos casos se acompañan de una foto, como en las lápidas de nuestros
cementerios. Algunas están muy arregladas y repintadas y otras languidecen
comidas por el moho. Las hay que tienen abierta la puerta y se ven urnas en forma de jarrón donde descansan las
cenizas. Un monje está como petrificado, sentado en el suelo, a la sombra de un
árbol. La pena se arrastra por las losas del patio buscando donde caerse
muerta.
En la calle, a la sombra, los
conductores de tuk-tuk echan la siesta en las hamacas que cuelgan dentro de sus
carromatos. Como los perros guardianes, cuando nos acercamos se despiertan y
nos invitan a montar. A una señora mayor que camina arrastrando los pies, no le
dicen nada. No se escuchan motores. Al doblar una esquina nos encontramos a un
electricista o telefonista, no sé, que trata de arreglar un puzle infinito de
cables que se ven en un armario que cuelga de un poste de madera. Los árboles
gigantes de la ribera de Mekong sirven de refugio a grupos enteros de muchachos con sus
pequeños escúteres, a vendedores de refrescos y a más de un obrero que descansa
recostado en los huecos de sus raíces.
Al atardecer todo cambia, las calles
se llenan de vehículos; el largo paseo que hay a la orilla del Mekong se
convierte en un polideportivo, en espacio de juego libre, en un tontódromo
amoroso, en gran mercadillo, en tú, en ella, en un todos a su aire, pero sin
algarabía, como si no sucediese nada. Las
terrazas de los bares se ocupan por gente de todo el mundo. Los templos se
cierran a los visitantes, los monjes se retiran a sus habitaciones. Las calles,
siempre a media luz, se desprenden del maquillaje para volver a dormitar bajo
un calor estático. Mientras, las putas salen a lucir sus frágiles y andrógenos
cuerpos en las esquinas de la plaza donde nosotros nos hospedamos. Ropa
ajustada y mínima, plataformas que les hacen caminar tambaleándose. Todas lucen
móvil.
El muchacho que se encarga de vigilar
el hotel dormita en una hamaca de playa que ha colocado en la entrada. Nos
saluda y lamenta el espectáculo que dan las putas de la plaza. Nos señala un
cartel en el que se advierte de que no se admiten chicas de compañía. No
quieren que el hotel se convierta en un puticlub.
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