Vang Vieng
Vamos a Vang Vieng en una tartana y
la carretera es como una cuerda en un bolsillo. 260 km nos cuestan siete horas y
media en un bus VIP que, a diferencia de los de los “normales” van directos. Eso
nos dicen en la estación, pero de eso nada. Sigue haciendo paradas ante
cualquier síntoma de población cercana. Una cinta colgada de un árbol le hace
reducir la velocidad y tocar la bocina por si aparece alguien entre los
matorrales. La mayoría de los pasajeros somos extranjeros de economía modesta y
con más paciencia que los que viajan en multivan, que son más pijos y viajan programados.
Seguimos parando cerca de los maizales para que la gente haga sus necesidades,
eche un cigarro o simplemente estire las piernas, que no la pata. El motor del
bus es trasero y la portezuela está siempre levantada para que se refrigere. En
una de las paradas el ayudante le echo, con un cubo, el agua que recogió de una
acequia.
En una especie de venta, que ya tiene
apalabrada la compañía de autobuses, paramos a comer. El menú no es muy variado
y los que vamos con el tique de comida no nos podemos salir de él. Una sopa
verde oscura con tropiezos de alguna parte del pollo y un arroz como mortero de
obra nos quitan el hambre. En otra de las paradas pasamos el rato viendo los
gusanos y bichos que había para comer y a unos albañiles, subidos en andamios
de bambú, luciendo la fachada de una casa con vistas al abismo.
Llegamos a nuestro destino más o
menos a la hora señalada pero nos tuvimos que dar una buena turné para
encontrar habitaciones ya que todo era muy caro. El pueblo es una especie de
Salou laosiano para todos los amantes de la juerga y el desmadre. El señuelo es
el tubing, la bajada en cayac, la escalada o el simple senderismo. En realidad el
tubing no es otra cosa que bajar el río Nam Song montados en unos neumáticos de
camión y parar a beber cerveza en los distintos puestos. Las melopeas son
cojonudas y, según nuestro libro guía, algunos no vuelven a beber porque se los
lleva el río. Esto, un amigo muy castizo que lo hacía con neumáticos de tractor
lo llamaba agrorafting Grupos de
estudiantes se pasean por las calles al atardecer y antes de ponerse el sol ya
la están montando en las distintas salas de fiestas y bares. Se pegan toda la
noche de juerga y a la mañana se van a dormir a sus hoteles o se piran a bajar
por el río y todo queda en silencio. Las
drogas y el alcohol circulan por un pueblo comunista que ya le ha cogido el
punto al capitalismo y a la prosperidad consumista. El pueblo está plagado de
bares, discos y lugares de encuentro y alterne. Un transexual con pinta de estar en las últimas, a eso
de las doce del mediodía, un poco antes de coger las mochilas y largarnos, se
nos acercó para ofrecernos sus servicios.
Australianos y neozelandeses, cuando
terminan el bachiller se van de viaje de estudios a Laos. A precios irrisorios
cogen un paquete turístico que les lleva en avión a Vientián. De allí en un bus
a Vang Vieng. Cinco días de desmadre y vuelta para casa. En los bares o garitos, a la vez que se pillan un pedo de mil
demonios o se meten mano en unas especie de camas llenas de cojines y con una
mesitas en medio en las que se colocan las bebidas o la comida, en una pantalla
de plasma se proyectan paquetes de la series de televisión que están viendo en
su país. Los muchachos no quieren desconectarse ni de la tele.
Todo eso es hoy el pueblo que en la
guerra de Vietnam fue utilizado por las Fuerzas Aéreas de los EEUU como base
para sus aviones y posteriormente los hippies la convirtieron en un lugar para
hacer el amor y no la guerra.
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