Lao Cai
Todos los días, por la mañana, a eso de las siete,
desde nuestras habitaciones en el Du Centre Ville, por unos altavoces colocados en la calle, oíamos el himno nacional, las consignas para el día, así
como la conmemoración correspondiente. Vietnam es una nación muy orgullosa de
su historia, de su progreso en el campo industrial y de su socialismo. Es un
régimen comunista que convive con el sistema de producción capitalista. Muy
parecido, en lo político y social a Laos. Los dos fueron colonias francesas,
los dos vencieron a los yanquis, los dos son comunistas y viven su presente con
la filosofía oriental de que el mundo sigue rodando, sin prisa.
El segundo día hablamos con los del hotel para que nos
reservasen las habitaciones porque nos íbamos tres noches al norte de Vietnam.
No pusieron ninguna pega. Dejamos las mochilas en un rincón de la entrada,
donde la cocina, y partimos para la provincia de Lao Cai, frontera con China,
en un microbús con chofer que alquilamos para nosotros. Existía la posibilidad
de ir en tren, pero no disponíamos de mucho tiempo. El chofer no tenía ni
repajolera idea de inglés y era su primera salida fuera de Hanói. Durante el
viaje, cuando le teníamos que decir algo, él llamaba por el móvil a su jefa, le
decíamos a ella lo que queríamos y ella se lo decía al chofer. El muchacho, que
tenía unas uñas largas y cuidadas, rajaba por el teléfono a todas horas.
Nosotros apostábamos por si con la que hablaba era la mujer, la amante, una
amiga o un amigo. Según el tono de voz, si tardaba en coger o si colgaba pronto
nos imaginábamos una aventura... Montamos una película con el tema siendo
conscientes que el pobre, sin entendernos y siendo el primer viaje largo que
hacía, las pasaba canutas.
Las más de siete horas de viaje hasta Bac Ha fueron un
permanente ascenso por carreteras estrechas con curvas, entre tormentas finas y
gordas. Fuimos despacio haciendo paradas a comer donde nos encomendaba el
chofer después de consultarlo con la jefa. Un desastre. En los cuatro días de
viaje por Lao Cai, la mayoría de las veces cambiábamos el sitio sugerido por la
jefa. Le decíamos que había otros mejores a mejor precio; ella nos pedía hablar
con la del restaurante... y bronca por teléfono. Curiosamente, cuando la cosa
se ponía mal se cortaba la comunicación o cortaba ella. Llegamos al atardecer. Encontramos un hotel bastante decente, Sunday, con mosquitos XXL deseosos de cambiar de
sangre. Hartos de la denominación de origen Vietnam, se cebaron con la vasco-navarra
y cacereña en sus especialidades de reserva y gran reserva.
Desayunamos en un bar y les pedimos un chupito del
famoso aguardiente. Lo del chupito no cuadraba. Un nativo que estaba sentado en
una mesa cercana se nos acercó y en un perfecto castellano nos recomendó una
marca y pidió por nosotros. Cuando era joven estuvo estudiando en Cuba por
medio de los intercambios cubano-vietnamitas de la internacional comunista. Fue
un vaso bastante majo. El aguardiente tenía bien puesto el nombre. Nos fuimos
al mercado con la sensación de que nos podía salir fuego por la boca.
El mercado se extiende por casi todo el pueblo. Se
celebra los domingos haga el tiempo que haga. Es el lugar de encuentro de las
etnias Mong, Dao, Tay y Nung que se hacen visibles por los vestidos
tradicionales que llevan las mujeres y, en algunos casos, los hombres. Las
zonas de venta se diferencian perfectamente, tanto por el color como por el
olor. La de telas y ropa era muy colorista, pero dedicada al mercado guiri y
solo les faltaba poner "recuerdo de Bac Ha". Las más interesantes eran las de aperos de campo y las de ganado.
Perros, gallos, cerdos, conejos, búfalos, caballos, pájaros, cabras... Todos
los bichos estaban en su espacio y se vendían para trabajo o para comer.
En la zona de comida al aire libre se vendían sopas
con aroma y presencia de lo más de lo más en la guía Michelin. En unos pucheros
grandes hervían entrañas de cabra, búfalo y carne de mala presencia condimentadas
con hierbas del lugar. Algunos lo acompañaban con pelotazos de aguardiente. Debía
estar bueno porque no paraban de vender. Muy cerca había un espacio de paso en
el que se vendían plantas medicinales, libros, juguetes para niños... Pues allí
en medio había un señor que en una motico de 50 cc plastificaba documentos,
escaneaba, fotocopiaba, copiaba llaves... Viéndole me acordé de la mítica copiadora
vietnamita. ¡Qué tiempos!
En la zona de animales se vendía todo en vivo. Nos
llamó la atención las mujeres que vendían perros pequeños que, según nos
dijeron, podían pasar a ser calientes unos días después. Iban vestidas con los
trajes típicos de su pueblo y mantenían una aparente indiferencia respecto a
los perricos. Yo me acerqué a uno de ellos y mientras estuve haciéndole mimos nadie
me dijo nada. Cuando un hombre de por allí se puso a medio metro de los perros,
se dirigieron a él y se pusieron manos a la obra en el negocio. Por lo visto es
un plato exquisito, aunque viendo aquellos cachorros tan magicos no me hago a
la idea. Si tuviera que comprar los animales vivos y luego matarlos, me haría
vegetariano.
El espacio para los caballos era un descampado muy
grande donde los compradores y vendedores se cobijaban del sol en una taberna
improvisada debajo de un tenderete construido con cuatro palos y una lona. Allí
se jugaba la pasta, se ultimaban las transacciones o se enzarzaban en broncas
que la policía apaciguaba a base de garrote. Que es lo que ocurrió cuando se
formó un pequeño alboroto. Eso sí, a los polis se les identificaba por el casco
cutre de moto y la porra, por lo demás iban como el resto.
En una bajera se vendía pescado fresco. Una señora se
metía en una especie de piscina donde estaban los peces, los agarraba, los pesaba
y tira. Justo al lado habían matado un caballo. El carnicero se dedicaba a
chamuscar con un soplete las patas (desde la rodilla al casco) y la cabeza.
Todo se apoyaba sobre el suelo, no se colgaba. El olor a carne quemada era
insoportable, pero a los nativos no les debía molestar porque estaban
entusiasmados viendo y comprando.
Cuando ya el mercado se empezaba a despejar, fuimos al
hotel, cogimos las mochilas y nos fuimos a Sa Pa, antigua estación de veraneo
de los colonos franceses. Nos hospedamos en el Cau May, un caserón habilitado
para mochileros, muy acogedor, a las afueras de Sa Pa, con vistas a los campos
de arroz, a un gallinero y a unos corrales.
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