Verde, agua, verde.
Sa Pa es hoy una
ciudad muy turística. Una casa sí y otra también están dedicadas al guiri con
infinidad de tiendas de ropas, de material deportivo, sobre todo de montaña. Sa
Pa tiene a gala combinar armoniosamente todo ese mundo capitalista e invasor
con la vida sencilla de los pueblos cultivadores de arroz, maíz y ¿antes? de
opio. Los hoteles y restaurantes luchan en la calle por llevarse a su negocio a
los que pasean dubitativos.
Las excursiones que
hicimos en los días que estuvimos allí fueron muy agradables. Caminamos por
senderos entre montañas cultivadas de arroz en terrazas que dibujaban curvas de
nivel armoniosas. Ascendimos por los laterales de la cascada Thac Bac para
disfrutar de su frescura y admirar los paisajes que se divisaban desde allí. A
decir verdad, dentro de lo fantástico del entorno y sus gentes, me quedé con la
impresión de que estábamos paseando por grandes reservas convertidas en parques temáticos. Sí, una
sensación un tanto estúpida de asistir a una representación. Como si todo fuese
un escenario en el que las personas que nos encontrábamos fuesen actores, que
no vivían allí. Me acordé de nuestro viaje por el Amazonas en el que,
estratégicamente situados por las agencias de viajes, había poblados indígenas
para extranjeros curiosos. Una forma cojonuda de ganarse la vida. ¿Qué quiere
el turista? Pues démosle primitivismo hasta que termine con todas las tarjetas
de memoria gráfica. Eso sí, que no vea los coches aparcados detrás de los
árboles de la aldea. Y por favor: relojes y teléfonos fuera, que luego salen en
la foto.
Un día entramos en un
valle precioso pasando por una taquilla al final de la calle mayor de un pueblo
moderno. Haciendo unos cuantos kilómetros volvimos al mismo punto. Por el
recorrido nos encontrábamos casuchas con niños jugando en sus alrededores, mujeres
tejiendo, hombres pastoreando y muchos molinos pequeños de arroz. Los molinos
son como una cuchara de madera de unos tres metros o más, depende del molino,
que balancea sobre un eje colocado cerca de la parte cóncava. El mango tiene en
su extremo un saliente, a modo de mazo, que golpea el grano que está colocado
en un cuenco de piedra incrustado en el suelo. El agua de una pequeña cascada,
conducida por una caña de bambú, llena la parte cóncava. Cuando está a punto de
rebosar, cae levantando el mango. En un instante se vacía la cuchara y el
mango, que pesa más, baja con fuerza golpeando el grano. La zona donde está el arroz
la cubren con un chamizo para que no se moje por las muchas lluvias que caen
día tras día.
También tuvimos el
acierto de ir al valle de Cat Cat, a las afueras de Sa pa. Aquí la gracia era
salvar a los grupos de niñas que no paraban de darte la tabarra para venderte
recuerdos. Dejabas a un grupo y te aparecía otro acompañándote hasta que caías
en el tramo de la siguiente cuadrilla. Cuando les decías que no hablabas inglés
se sorprendían y pasaban al francés. Si alguna se coscaba que hablábamos
castellano, largaban palabras sueltas como "guapo" "compra"
"yo ayudo" "barato"...Para que la vuelta, toda en cuesta,
no fuese un calvario le hicimos una perdida al chofer a fin de que viniese a
buscarnos a un estacionamiento que había cerca del río, al principio del puerto.
A la noche el cielo
se cuajaba de estrellas y yo, en mi ignorancia, trataba de encontrar alguna
similitud con el firmamento que me cubre el resto del año. A pesar de las
explicaciones que algunos expertos me han dado en más de una ocasión, no consigo
recrear el dibujo sugerido por los cubistas del espacio. Considero que lo divertido
es unir estrellas con un lápiz lunático para componer figuras en tres
dimensiones y navegar entre ellas. Figuras que no salen en ningún mapa, en
ningún libro y que, al día siguiente, la goma del sol las borra. No sigo la
ortodoxia de los astrólogos. Me parece que
tratan de urbanizar la bóveda celeste.
Aunque la iglesia la ha inmatriculado como residencia perpetua de las buenas
almas y los países la tienen de vertedero; sigo pensando que cuando contemplo
el cielo estoy más cerca de las personas a las que quiero. Me sentí muy cerca
de Asier, de mi madre, de mi padre, de mi hermana, de mis amigos. Todos bajo el
mismo techo, a mi lado, contándome al oído lo que yo estaba viendo, lo que
veían ellos.
La vuelta a Hanói la hicimos a todo meter. El chofer tenía
ganas.
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