Manaos-Banda do Jangaideiro
Con la decisión clara de no comer en sitios decentes y hacer tiempo hasta la cena, decidimos adentrarnos, a eso de las dos, en la parte cercana al viejo puerto. Sorteando basuras de los comerciantes que ya habían descargado sus mercancías llegamos a una especie de bajera-bar, con toda la persiana subida, que se extendía por la acera con sus mesas y sillas a la sombra de un árbol y de un kiosko de prensa. Un equipo de música bastante majo, atriles y pies para micrófonos descansaban recostados en una de las paredes del local. Nos acomodamos los cuatro en torno a una mesa de plástico colocada en el la línea fronteriza entre la bajera y la acera. Acertamos porque en el interior, ocupado por unos señores mayores que veían la tele, hacia más calor y no corría aire. Nos atendió una muchacha sorprendida de ver a unos guiris sentados tranquilamente en una de las mesas. Estaba muy lejos de ser el modelo idealizado de brasileña que sonríe y cautiva al personal para que entre y consuma. Muy seria, con el cabello rubio desteñido atado en una cola, una ropa no muy arreglada y ajustada a su redondo cuerpo se afanaba en limpiar el local y atender a la parroquia. Con el idioma internacional de lo que nosotros necesitamos tú nos lo puedes dar, nos dejamos aconsejar por su criterio de que no nos interesaba pedir una botella de cerveza de litro muy fría para cada uno porque se nos iba a calentar, mejor una para cuatro. Nos sirvió la botella metida en una funda marrón sacada de un arcón congelador que tenía a la vista, cerca de una mesa. Las botellas las sacaba de un armario frigorífico que a modo de anuncio tenia dibujada una cerveza metida en un iceberg. Cuando ya llevábamos dos o tres, no me acuerdo bien, le pedimos que nos sacase algo para picar, lo que fuese, porque queríamos hacer tiempo para escuchar a una banda, la del dueño del bar, que, según nos comentó la muchacha, ensayaba después de comer. Unas papas fritas con su tomate picante nos invitaron a pedir más birritas.
Los músicos fueron llegando y en un pispas empezaron a tocar. Do Jangaideiro sonaban de puta madre. Los músicos tocaban mientras veían en la tele un partido de futbol del Vasco de Gama contra no sé quién, fumaban, bebían, hablaban entre ellos o invitaban a los parroquianos a tocar las maracas o a cantar. Algunos ni eran invitados, saludaban al personal y se sumaban a la orquesta o bailaban a su puto pedo. El cantante y jefe no se quitó las gafas de sol en toda la tarde. Tenía pinta de haberse hecho cirugía estética, cosa muy normal en Brasil. Daba órdenes en voz baja, echaba algún cigarro que otro y de vez en cuando hablaba por el móvil; el batería, señor entrado en años, no quitaba el ojo de la tele, era un pirao del Vasco de Gama, y de su señora que estaba sentada en una silla y de la que no se fiaba ni un pelo. Era una mujer de unos cincuenta, delgada, vestida con un short muy trotado, una blusa corta y con pinta de prestar atención sólo al humo de sus cigarros.
En una de esas se metió en el antro un tío con pintas de llevar cerveza en vena en lugar de sangre, pero como contenido. El caso es que le prestó mucha atención a la flaca, le invitó a bailar, ella accedió, sonreían mientras se movían por entre la mesas y el batería montó en cólera. Dejó de tocar y se fue a por ellos. La otra se deshizo del tío, los amigos sujetaron al ringo de Do Jangaideiro y otros echaron al fred astaire a la puta calle. Mejor dicho, lo echaron lejos porque en la calle ya estábamos. La ginger rogers se volvió a sumergir en su mundo después de recibir una reprimenda por parte de su compa. Para volver al buen rollito dos clientes barones pusieron empeño en cantar y bailar para llamar la atención.
En las seis horas que nos pegamos nos tomamos 17 botellas, no fui al váter, a mear, más que una sola vez, al final, cuando nos íbamos. Por cierto, el meadero era muy cómodo porque se meaba en una pared de cemento. Nos sacamos fotos con Chanquete eta Juan Mari Arzak; y nos regalaron cuatro camisetas de la banda Do Jangaideiro. Lo mejor de Manaos.
Cuando llevábamos un buen rato, se nos sumó Ricardo, un zaragozano que conocimos en el barco a Manaos y que vive en Guayana desde hace quince años. Un buen tipo que conoce bien los países y paisanas de la amazonia. Juntos nos fuimos a cenar a la plaza San Sebastián, junto al Teatro de la ópera, donde tenía lugar un concierto de jazz al aire libre. Lo del jazz estaba of puta madre, pero como ya veníamos alegres de cuerpo y alma, cenamos sin prestar mucha atención a los músicos.
El regreso al hotel lo hicimos muy animados por aquellas calles silenciosas y en penumbra. Las ratas nos daban la espalda y hasta nos permitíamos vacilarles dando pisotones en el suelo.
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