Comercio en Manaos.

Manaos no es barato. Aunque es puerto franco, la vida diaria es cara para los nativos y no muy favorable para nosotros. Mucho más que en otras poblaciones pequeñas, en Manaos tienes la sensación de ser una especie de cajero con dos patas o un flotador al que agarrarse para sobrevivir un poco más. Siempre he asumido sin ningún problema la parte alícuota que me corresponde por ser turista y no he puesto ninguna pega a contribuir a mejorar la situación económica del personal. Es más, lo hago encantado y, en muchos casos, por iniciativa personal. Con la intención de curiosear y de no andar por la calle a tropecientos grados entramos en unos grandes almacenes de C&A donde todos los productos tienen marcado su precio, no se regatea y sabes que no vas a pagar más por ser de fuera. Las cosas de valor como relojes, joyas o pequeños electrodomésticos estaban en vitrinas. Todos tenían marcado el precio y la cantidad mensual que tenías que pagar en caso de que fueses a soltar la mosca en seis o doce meses. Había más dependientas que clientes y enseguida se acercaban para asesorarte. En cuanto les decíamos que no, se apartaban, pero mantenían el marcaje a distancia. Sara decidió comprarse un pañuelo grande, como un fular, que estaba colgado con otras muchas prendas en la sección de complementos y que venía a costar unos nueve euros. Al ir a pagar, la cajera le preguntó si quería hacerlo al contado o en seis plazos. Soltó los reais correspondientes y seguimos curioseando porque salir a la rua era un suicidio. Caía el sol a plomo.


La calle del hotel y las adyacentes estaban repletas de establecimientos relacionados con la música. Instrumentos de todo tipo, talleres de reparación, partituras, estudios de grabación, equipos de sonido, la leche en do mayor. Una pasada porque la competencia entre ellos era brutal. Constantemente pasaban músicos con sus instrumentos dándole al barrio un aire singular que, de no ser por la cantidad de basura que se acumulaba por la calle, podías transportarte al paraíso de la bohemia. Estos locales, relativamente grandes, confraternizaban con pequeñas tiendas dedicadas a la electrónica, informática, joyería, así como a ropa interior femenina. Pasear por la acera de las tiendas era un tanto agobiante ya que cada dos pasos te aparecían cebos que te invitaban a entrar y, si lo hacías, te encontrabas, en diez metros cuadrados,

a tres dependientes que te atropellaban con técnicas de ventas parecidas a las de chulo de discoteca. Sus sueldos, según nos comentaron, no llegaban a los cien euros mensuales, sin seguridad social y yendo a trabajar todos los días. Eso sí, a las seis de la tarde se chapa todo y las calles quedan desiertas. No hay vecinos que vayan y venga, ni bares donde pasar el rato. Para llegar al hotel pasábamos por unas cuantas calles muertas sin el menor rayo de luz proveniente de los edificios. En los pisos no vivía nadie. Las ratas salían cuando reinaba el silencio. Se las veía bien alimentadas y al menor ruido corrían entre los muchos manauenses que dormían en las aceras o al resguardo de los soportales.

Las plazas y calles cercanas al puerto están abarrotadas de puestos de venta de todo tipo de cosas que no tendrán más de un metro cuadrado (vienen a ser como una cabina telefónica, pero de madera). Son el escalón más bajo del comercio “libre”. Estos emprendedores están sometidos a otros comerciantes mayoristas que también les aprietan las tuercas con los alquileres. Comen allí mismo, de pie o sentados en una pequeña banqueta que se pasan de unos a otros. A las seis, cierran el kiosko envolviéndolo en un plástico grueso amarrado con cuerdas o cadenas candadas.

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