A Luang Namtha
El puesto
fronterizo es muy sencillo y choca con las casas cercanas de aire señorial que
denotan su pasado colonial francés. Entramos en un país comunista. En aquél
cubículo hay seis militares (cuatro hombres y dos mujeres) que nos tratan con
una corrección exquisita. El mobiliario es de madera, muy trotado, pero limpio
y cuidado. No hay ordenadores ni nada que nos indique que estamos en 2013. Es como un
viaje en el tiempo a mediados del siglo pasado. Tenemos que rellenar en inglés
unos impresos interminables y nos las vemos y nos las deseamos para rellenarlos
bien a la primera. Los puestos fronterizos siempre imponen y tienes la
sensación de que te van a examinar de arriba a bajo y que, por razones
irracionales, se pueda liar una buena. Repasamos y repasamos todos los datos y
decidimos corregirlos, por si acaso. Como los tachones son impresentables: a
pedir más impresos. Uno recoge los pasaportes, otro mira los papeles que hemos
rellenado, otro les echa un sello, otra apunta en un libro nuestros datos…
Todos sonríen y el que me devuelve el pasaporte lee mi nombre bastante bien. Yo
le digo que me llamo Juan Jo. Vuelve a mirar el pasaporte y repite el nombre
poniendo énfasis en Jo a la vez que levanta el pulgar. Cambiamos dólares y euros
por kips en una caseta que hay frente al puesto de guardia. Somos millonarios. Un
euro son diez mil kips.
Cogimos un tuk
tuk para ir a la estación de autobuses. Como no sabíamos a qué hora salía el
bus para Luang Namtha, primamos la puntualidad al precio y el regateo no fue a
fondo. Llegamos con tiempo y pudimos comprar agua y galletas para meternos algo
en el cuerpo ya que desde la cena no le habíamos dado al diente.
Justo cuando nos
avisan de que ya podemos subir al microbús me entran ganas de hacer un dos.
Cojo el rollo de papel que llevo en la mochila pequeña, le digo a Sara que esperen
un poco y salgo corriendo en busca del váter. Voy por detrás de la caseta en la
habíamos comprado los billetes y nada. Una señora muy delgada con aspecto de
indigente que amamanta a una criatura sentada en el suelo y a la sombra de un
cobertizo me indica una caseta. Entro a todo meter. Hay un agujero en el suelo
y un cubo de agua con un cazo de
plástico dentro. Cierro la puerta a duras penas porque me tengo que pegar a la
pared del fondo, encima del agujero negro, para poder girarla. Doy saltos para despegarme
el pantalón y los calzoncillos ya que el calor y la alta humedad me los han soldado al
cuerpo. Me libero con el temor de que
alguien empuje la puerta y me mande al suelo. ¡Qué manera de sudar! El papel no
es muy bueno. No tiene el tubo de cartón y soltarlo es un rollo. Lo levanté en no
sé qué hotel. Está un poco empapado y tengo que andar desenrollándolo con cuidado.
Cuando rompo un trozo, el resto se cae en el cubo de agua. ¡Mierda!
Gracias a mi capacidad
de adaptación a las circunstancias ridículas salí airoso y limpio. Mis compas,
que eran los únicos extranjeros en el bus; y a diferencia de los nativos,
educados como nadie, con mucho recochineo me llamaron la atención por la
tardanza. ¿Para qué vas a dar explicaciones si se van a descojonar más?
El bus es relativamente
cómodo. Para en todos los sitios y se va llenando de gente y de bultos que se
colocan en el pasillo, en los estantes laterales, encima de los pasajeros, en
la baca o en el hueco del motor que va, abierto, en la parte de atrás. Me hago
un hueco en la última fila para llevar los pies estirados en el pasillo y el
chofer me llama la atención porque una especie de tela puesta a modo de alfombra
se ha arrugado. Ese mimo por su tartana se le pasó en la primera parada porque
todo se llenó de chismes. Yo viajé con las piernas en horizontal apoyadas en un
saco de arroz y en una caja de cartón de la que no supe su contenido, pero por
los esfuerzos que hizo su propietario, pesaba un huevo. En una curva, dos cajas
que llevaban unas barras de hierro se cayeron sobre un respaldo y el hombro de
un señor que estaba sentado en un trasportín.
El norte de
Laos es muy montañoso y la carretera es un tobogán sin siquiera veinte metros
rectos. La gente vomita en unas bolsitas que hay colgadas en la parte trasera
de los asientos. Algunos piden más. En una larga curva encontramos un camión
tumbado de costado al borde de un precipicio.
El chofer se
encarga de cargar y descargar cuando paramos en algún pueblo o caserío. Para coger
los bultos de la baca, corre la ventanilla que está encima de la rueda y la
utiliza como escalón.
No está mal.
Hemos hecho los doscientos cuarenta kilómetros que separan Huay Xai de Luang
Namtha en cuatro horas.
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