Templos sin temple




 

A las cinco de la mañana acudimos al binthabat. Los monjes, de todas las edades, recorren descalzos y en hilera las calles de la ciudad pidiendo. La gente extiende en el suelo unas esterillas, coloca los presentes que van a entregar a los monjes y se sienta o arrodilla en un acto de recogimiento y oración. Los monjes se detienen para que los donantes metan en su vasija petitoria arroz glutinoso, frutas o dinero. Todo transcurre en silencio y es sobrecogedor aunque el encanto dura poco porque los fotógrafos lo rompen con el sonido de sus máquinas. Todos los días repiten el mismo ceremonial.
Despues del binthabat nos fuimos a desayunar, como si hubiésemos ido al encierro. Mientras desayunábamos, a una velocidad de vértigo, en las calles por las que reinaba el silencio monacal montaron un extenso mercado de carne, pescado, verduras, frutas, legumbres y dulces, muy ordenado.  Los puestos ofrecían su mercancía apoyada en cartones, tablas o mesas muy bajas. Algunos presentaban el pescado vivo en baldes de plástico llenos de agua. Pasear por él fue una delicia en tanto y cuanto la gente curiosea tranquila y hace las compras sin bulla. Se diría que es una continuidad del acto religioso  anterior. Entre la multitud me encontré a un monje que llevaba cogido con la mano y apoyado en el pecho un iPad. El hombre era gordito, su hábito estaba impecable y cuando se puso a charlar con una tendera me llamaron la atención lo amanerado de sus gestos. Casi a las afueras del mercado vi la primera monja. Entre todo aquel ir y venir de gente impersonal de colores neutros y homogéneos, ella fue una aparición. Destacaba su túnica rosa pálido de tela con peso sobre una camiseta blanca de manga larga, y de la que asomaba, a la altura del tobillo, una falda de color azafrán de tejido más fresco. Era delgada, llevaba la cabeza afeitada, caminaba descalza como sin tocar el suelo e iluminando todo lo que le rodeaba. Era una belleza limpia.
Para completar el día budista, nos dimos una panzada de ver templos y más templos. Es decir, descalzarse y volverse a calzar, admirar pinturas, tallas de maderas, budas en distintas posiciones, adornos de dragones, elefantes, serpientes, tejados solapados, gente rezando y cajas fuertes de cristal donde los fieles dejan pasta para ir haciendo méritos, karmeando, para una reencarnación estupenda. Fruto del atracón, en cuanto veo un templo, me destemplo.
Al llegar a un wat (templo en laosiano) tuvimos la suerte de coincidir con la ceremonia de “graduación” de cinco monjes. Con unas cañas montan un cubo de unos dos metros de lado que lo cierran con las típicas telas naranjas, Se puede decir que es un biombo cerrado  para que el monje se pueda duchar sin ser visto. Un canalón finamente adornado de unos siete metros y puesto en pendiente sobre unos trípodes, se encarga de conducir el agua que los invitados a la ceremonia vierten en el extremo más alto. Cargan agua en todo tipo de recipientes. Unos  son plateados y con adornos y otros un simple cubo de plástico. La gente se ríe y vacilan al monje tirándole agua en abundancia. Cuando dejan de verter agua, sus compañeros le pasan unas toallas, también naranjas, y la ropa cuidadosamente doblada. El camino de la ducha al solón de ceremonia se cubre con alfombras y la gente se pone de rodillas a los lados. Los monjes van pasando al salón y sueltan un sermón a los asistentes. Todo el mundo va muy arreglado. Un grupo de mujeres prepara comida en una larga mesa, los hombres charlan a la sombra. En un lateral, cercano al salón, se exhiben los regalos que los familiares y amigos les han hecho. Prácticamente son los mismos. Una hamaca, toallas, mantas, una olla para pedir, un calentador de agua eléctrico, una licuadora y una cocedora de arroz también eléctricas, un cubo con elementos de aseo, como rollo de papel, escobillas, pasta de dientes, cepillo y unas varillas llenas de billetes. Hay si que había diferencias.
 Los invitados aceptaron nuestra presencia sin ningún problema. Apareció un señor con un triciclo vendiendo helados. Su puesto móvil estaba un tanto sucio y chocaba con lo limpio y ordenado del ceremonial. El triciclo, para frenar tenía una zapatilla, muy desgastada por el uso, apoyada en la horquilla de la rueda trasera.
Tengo la sensación de que el rollo budista de los monjes es más mundano de lo que creía y se me antoja muy parecido al católico de nuestra tierra.

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