Hacia la antigua capital de Laos



El autobús para Luang Prabang es grande y destartalado. Estamos haciendo tiempo para montarnos y no sé cómo describirlo. Es azul discontinuo en tanto y cuanto en algunos trozos está repintado y en otros le falta chapa. La luna delantera tiene su típica película de sujeción para que no termine de rajarse entera.  No hay un asiento en condiciones y hay más mierda que en el palo de un gallinero. Todos los asientos tienen roto el acolchado por distintos sitios. Se conoce que todo estaba muy ajustado y con el uso las costuras fueron cediendo. Es imposible sujetar el culo del asiento y constantemente se sale de las pestañas que en su día lo sujetaban. Al lado del motor hay la consabida pila de banquetas bajas de plástico para colocarlas a modo de trasportín si fuera necesario, y lo fue.  Las cortinas mejor ni tocarlas no vaya a ser que se descompongan. El techo está forrado a trozos. El número de asiento está dibujado con rotulador en el panel que hay debajo de la ventanilla, pero no sirve para nada porque la gente se sienta donde quiere y puede. La caja de cambios grita cada vez que el chofer cambia de velocidad.
El recorrido dejémoslo en infernal. Trescientos veinte kilómetros de carretera con firme aceptable pero entre montañas kársticas cubierta de selva que aparecen y desaparecen entre la niebla. En la carretera sólo se ven las señales de pendientes peligrosas y de curvas. La señal de  peligro curvas no es una zeta, es una doble zeta que aparenta más un destornillador que otra cosa. Para colmo llueve con ganas pero el limpia derecho, el del chofer, no funciona y el izquierdo es un muñón que tampoco nos saluda. Cada dos por tres nos tenemos que poner de pie para ajustar el asiento porque nos escurrimos.
Cuando el chofer lo estima oportuno paramos cerca de algún maizal y la gente corre, sobre todo mujeres, a ocultarse para abonar el campo con cierta intimidad. Los hombres mean al borde del campo o en la cuneta. De ocho horas previstas pasamos a doce. Hicimos tres paradas como de media hora para que la gente se metiese algo en el cuerpo, pero nosotros no le sacamos mucho partido. No era cosa de comer lo que te plantaban delante las mujeres que se amontonaban a la puerta del autobús nada más parar. Los autóctonos, la mayoría, comían con agrado hasta unos platos con unos bichos como saltamontes. Llegamos oscuro ciego y el chofer del tuk-tuk nos dejó lejos de donde le dijimos porque no se atrevía a entrar por aquellas calles. A base de linterna y de paciencia conseguimos pillar un hotel bastante majo a orillas del Mekong.

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