Camino de Laos


 
Salimos del hotel a las siete de la mañana. Las calles que otros días eran un bullicio de vehículos y gente que iba de un lado a otro, ahora estaban en silencio y se podía cruzar de un lado a otro sin problemas. Tres monjes hacían su ronda de peticione desfilando en hilera delante de unos ancianos que estaban sentados en la acera. No tardó en aparecer una camionetica taxi, parecidas a las Siata, que en la parte de la carga la cubren con un techo de plástico y colocan dos bancos de madera bajos y estrechos a los costados, como para párvulos. Los hay de una cilindrada parecida, pero de tres ruedas.

Las calles por las que pasamos, incluidas las del mercado están limpias. Las mujeres las barren con unas escobas muy finas y ligeras con las cerdas cortadas en abanico.

En la estación hay gente, pero reina el silencio. Sólo se escuchan los gritos de los chóferes llamando a los clientes y alguna que otra bocina. No encontramos en los alrededores ninguna cafetería abierta por lo que decidimos olvidarnos del desayuno. En el momento en el que subíamos al bus, suena el himno nacional por los altavoces de la estación y todo dios se pone firmes.

El bus que cogemos para Chiang Khong es un microbús pintado de rojo y blanco un tanto diferente al resto de autobuses y más parecido a los tuk-tuk que circulan por toda la ciudad. Están muy recargados de adornos metálicos que resaltan más su antigüedad.  Las ventanillas del bus están enmarcadas por perfiles de acero inoxidable muy anchos y corren hacia arriba y hacia abajo, un decir porque hay que estar muy fuerte para moverlas. La nuestra, algún día consiguieron levantarla un poco y así se quedó.  A pesar de que el autobús es alto, el habitáculo para los pasajeros y conductor es bajo y me di más de un coscorrón con la cantidad de cacharros que llevaba en el techo. En los laterales, a lo largo, dos parrillas de madera para dejar objetos pequeños; ocho ventiladores domésticos que giran mientras estamos parados, pero que en cuanto nos ponemos en movimiento dejan de funcionar (algunos, como el que teníamos en el primer asiento que elegimos, no giró nunca); unas barras plateadas para sujetarse; y unos plafones redondos, de cristal grueso que sobresalen como siete centímetros. Sólo hay una puerta de entrada para pasajeros que no se cerró en todo el viaje y una para el chofer que traqueteaba y se abría más o menos a voluntad del sistema de amortiguación y del firme de la carretera. Las cortinas son rojas y están atadas en un nudo sobre si mismas y quedan colgando al estilo de los farolillos que adornan casi todos los árboles de aquí.

No sé cómo puede conducir el chofer porque tiene la luna delantera llena de fotos de monjes, imágenes del rey y estampas diversas. La luna está cubierta de un film transparente para que las roturas de los parabrisas, ya grandes, no vayan a más. Del retrovisor cuelgan un considerable número de relicarios, farolillos y una bola de trocitos de cristal, como las de las de discotecas de antes, pero del tamaño de una pelota de tenis. En el salpicadero destaca un florero bastante grande con unas flores marchitas y un pequeño aparador llenos de botellas vacías, carpetas y un buda pequeño. Como diría el gran Javier Krahe, lleva sus sancritóbales.

El limpia parabrisas es muy fino y permanece pegado al cristal, incluso cuando nos cae un chaparrón monzónico. Llegué a pensar que era de adorno. El motor es visible por el gran cajón que lo guarda, cubierto con una manta plastificada de cuadros escoceses que le parapeta al chofer. La palanca de cambios no tiene empuñadura y su final lo han cubierto con un trapo más que sudado. Cada vez que cambia de marchas cruje todo.

El suelo es de metal rizado, fácil de limpiar. Los asientos están forrados de escay barato que tienen embellecidas sus costuras con un cordoncillo blanco muy cuarteado. La estructura metálica de las patas luce su óxido añejo. Los respaldos se cierran por detrás con planchas de cartón laminado en un crema brillante muy sucio y que en algunos casos se sostienen de milagro porque han perdido los tirafondos.

El viaje es por buena carretera y a derecha e izquierda se suceden los campos de arroz.

Una muchacha se sienta  cerca. Se despide de sus familiares con entusiasmo. Su único equipaje es una bolsa de plástico con ropa y una caja de cartón recortada en la que lleva un gatito. Durante el viaje lo acaricia con ternura. El brillo de sus ojos negros transmiten entusiasmo.

Llegamos con el horario previsto, nos despedimos de Tailandia y cruzamos el Mekong, que baja rápido y terroso, en un bote chatarra que nos dejó en Huay Xai, Laos. Una bandera roja con la hoz y el martillo y otra laosiana nos señalan el puesto aduanero al final de una empinada cuesta.

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