A ver al Barça
Por la mañana
disfrutamos del estupendo plan que Silvia nos preparó el día anterior. Paseamos
por el río montándonos en barcas de transporte público por cincuenta céntimos
el billete. El espectáculo de cualquier ciudad desde el río que la surca es
siempre una novedad, otra cara distinta a la que se ve desde sus calles. Bangkok
desde el Chao Phraya es la leche. Viene a ser una avenida más de la ciudad, sin
tiendas ni escaparates, por la que navegan todo tipo de embarcaciones en un
caos ordenado de lanchas rápidas, barcos lujosos, barcazas de mercancías, de
minerales y plataformas casas o templos que permanecen amarrados como si no
tuviesen sitio en tierra firme. Se ven rascacielos en los que los arquitectos han
lanzado órdagos al diseño y a la innovación más atrevida sin miedo a romper la
armonía de vida con templos budistas achaparrados y dársenas oscuras que se
aplastan a su lado. En cinco palabras, que diría Jesulín: a co jo nan te.
Como somos animalicos
de costumbres, nos fuimos al bar de la estación, en el que pasamos un buen rato
hacia el tres de junio. Diez puntos. Allí estaba el camarero feliz y
exageradamente amanerado. Nos reconoció enseguida (sobre todo a Zarra) y nos
atendió con la misma amabilidad con la que nos atendió la vez anterior.
Con tiempo suficiente
cogimos un taxi para llegar al campo una hora antes y poder disfrutar del
ambiente. Todo fue bien hasta llegar a unas cuatro manzanas del estadio. Los
atascos se sucedían uno tras otro y empezaron a aparecer mototaxis que se
ofrecían a llevarnos al campo. Al principio no les hacíamos mucho caso, pero
cuando ya íbamos percatándonos de que no quedaba mucho para el comienzo del
partido, le pagamos al chofer y nos bajamos aprovechando una parada en un
semáforo. No cogimos motos porque en un cruce cercano también las motos iban
despacio. A pata. Gente y gente con camisetas del Barça en un río blaugrana; jóvenes
con tambores y trompetas bailaban sin parar; un camión que circulaba muy
despacio llevaba en su plataforma un grupo de forofos y forofas brincando y
cantando al ritmo de una pequeña orquesta. Nadie se alteraba ni se metía con
nadie. Estaba claro que aquel plus de alegría no era fruto del alcohol.
Tuvimos que dar la
vuelta al estadio porque la entrada estaba al otro lado. Sólo había una gran
entrada, con unos veinte tornos, a la que se accedía por una escalinata ancha
delimitada por los puestos publicitarios situados a los dos lados del largo
paseo, que el día anterior hervía de gente entre los puestos de espectáculos y
de souvenirs futboleros; y hoy era una marea de gente silenciosa y pacífica a
la espera de entrar. Viendo que ya teníamos dificultades para meternos en la gran
concentración y que nos teníamos que ir hasta casa dios, decidimos quedarnos en
un abarrotado grupo que pretendía entrar por detrás de los puestos. El
grupo formaba una especie de flecha con
la punta en un trocico del lateral de la escalera. Por la parte ancha
estaríamos unos cincuenta y delante otras tantas filas hasta llegar a la
escalera. En todo el tiempo que estuvimos, ni nos empujaron, ni pisaron, ni
oímos una palabra más alta que otra. Creo que ni nos tocaron. Algo así es
impensable en Pamplona. Una vez pasados los tornos se accedía a las gradas por las
grandes puertas que daban a una terraza ancha y elevada que rodeaba todo el
estadio.
Antes de empezar el
partido montaron un espectáculo musical al más puro estilo yanqui. En un
escenario redondo muy iluminado con focos giratorios que lanzaban al cielo
rayos laser, una orquesta acompañaba a la cantante de moda en Tailandia (ni
idea del nombre). En las dos pantallas descomunales, situadas en lo alto, se
podía ver la actuación con detalle. La gente coreaba las canciones con
entusiasmo. En una de éstas, desde el centro del escenario, una plataforma
elevó a la cantante mientras cantaba. Ya en lo alto, después de unos fervientes
aplausos, se hizo el silencio y, por la solemnidad de la gente, creo que cantó
el himno nacional. Aquello casi revienta de alegría. Por las distintas puertas
fueron surgiendo bandas de música con uniformes plateados o dorados que
caminaban marcialmente por la pista de atletismo que rodea el césped.
Cuando salieron los
equipos a calentar aproveché para bajar a comprar unas cervezas en los bares un
tanto improvisados que hay a las entradas. Al pasar por la mezquita pude
observar que entraba y salía bastante gente. Las barras estaban a tope, pero
conseguí hacerme un hueco por mi condición de extranjero. Las bebidas las
ponían en unos vasos de plástico con tapa a la que se le podía hacer un agujero
para meter una pajita. Les pedí cuatro cervezas grandes. Me miraron como si
hubiese pedido veneno.
-No se vende alcohol.
Sólo agua, naranjada...
-Si ayer compré
cerveza.
-Hoy no.
-Pues, agua.
Cuando tocaron el
himno del Barça la gente lo coreaba y cuando por megafonía se nombraba a los
jugadores que iban apareciendo en las pantallas, los aplausos y gritos hacían
difícil escuchar el siguiente nombre. Daba lo mismo, el público los reconocía
nada más aparecer en pantalla. Con Messi aquello fue el delirio.
Estábamos en una zona
cercana a un banderín de córner, pero con la pista de atletismo, que el Barça
no atacaba por la banda en la que estábamos, y que en el segundo tiempo los
tailandeses no pasaron de medio campo, no pudimos ver de cerca las jugadas. Daba
igual, lo bueno estaba en la grada. Detrás de la portería más cercana a
nosotros había bandas de música con banderas enormes que no dejaban de animar
en ningún momento. Hacían coros y bailaban según el ritmo que marcaban los
tambores. En ningún momento dejaron de animar a su equipo, y eso que perdieron
ocho a uno. Era raro ver camisetas de la selección Tailandesa, lo normal era
ver camisetas del Barça.
A nuestra espalda había
unos chavales jóvenes, de unos dieciocho años, que se sabían la alineación del
Barça, el himno y toda la pera.
Avanzado el segundo
tiempo, se pusieron delante de nosotros una cuadrilla europea compuesta por
cuatro mujeres y un hombre. La gente dejó de mirar el partido. Eran muy
neumáticas, altas, vestidas con poca ropa y muy apretada. Los muchachos que
teníamos detrás ni pestañeaban. Cuando nos despedimos de ellos les señalé a las
europeas. Volvieron los ojos y, entre risas, hicieron gestos de desmayarse a la
vez que con las manos hacían gestos de apartar el espectáculo del fútbol.
Para evitar las
aglomeraciones salimos del estadio antes de terminar el partido. No estábamos
dispuestos a pegarnos toda la noche danzando porque a las 4 nos teníamos que
levantar para ir al aeropuerto: a Vietnam. Tuvimos suerte al pillar, bastante
pronto, un taxi a buen precio.
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