Un alto en Bago





Bago se nos presentó como una ciudad con mucho jaleo comercial. Cruzar la ancha avenida cercana al hotel en el que nos hospedamos, el San Francisco, tenía sus riesgos. Los coches circulaban rápidos y podían salir de cualquiera de los carriles que unas veces servían de aparcamiento y otras de aceleración. En el tiempo que estabas alerta para cruzar te podían parar veinte tuk-tuks, otros tantos taxis y algún coche particular que te ofrecía sus servicios. En una ocasión, en la que me paré en medio de la calle, dos tuk-tuks que iban en sentido contrario me emparedaron invitándome a subir. 
Se notaba que circulaba mucho dinero porque había muchas obras, mucho coche de primera mano y mucha moto.
El San Francisco lo atendía una señora muy amable que, desde el primer momento, fue muy sincera con nosotros. Nos avisó de los precios que nos iban a pedir en restaurantes, tuk.tuks, templos y otros servicios, y lo que ella consideraba justo. De la misma manera nos recomendó los lugares que podían merecer la pena ser visitados y de los que podíamos pasar sin remordimientos. La verdad es que esta mujer daba más imagen de europea residente en Myanmar, que de nativa. Vivía en el mismo hotel, en la parte baja, con una hija de unos diez o doce años. La muchacha, en cuanto venía del cole, se ponía e estudiar sentada en el suelo. El primer día la trajo un muchacho en la moto. A la madre no le gustaba nada lo de ir en moto y menos el piloto; sin embargo, la muchacha, cuando se bajó, tenía una sonrisa de oreja a oreja. También tuvimos la oportunidad de conocer a una hermana de la dueña tan maja como ella. Las dos hablaban inglés muy bien. Se notaba que tenían estudios.
Algunas zonas cercanas al río estaban inundadas y los vecinos se afanaban en asear los espacios en los que el agua se había retirado. Lo hacían como si fuera algo habitual, sin grandes aspavientos. Se remangaban el longyi y cruzaban tan tranquilos. En los sitios que cubría mucho iban en piragua.
El mercado ocupa barias calles adyacentes. Es bastante grande y tiene las zonas claramente definidas. Las de ropa, las de vegetales, las de carne, las de pescado y las de cosas diversas. El edificio de mercado propiamente dicho está dedicado, sobre todo, a talleres de costura, joyerías, relojerías, electricidad y electrónica. El río Bago, en el tramo junto al mercado, sirve de vertedero de todo. Con toda la naturalidad del mundo se tiran, desde un pequeño puente, todos los desechos. En cuanto tocan el agua, los peces dan buena cuenta de lo que cae. No sé el motivo, pero hay bastante tullido regentando puestos o ganándose la vida con la caridad de la gente. En un puesto de especias observo a dos ratones pasearse entre los productos con una tranquilidad pasmosa. Les di unas palmadas y ni se inmutaron. Apenas se ven extranjeros. Llamamos la atención.
El bochorno que estábamos soportando durante todo el día se hizo agua justo cuando salíamos del hotel camino de la estación. Nos quedamos en la puerta y la dueña se aplicó en ayudarnos a buscar un tuk-tuk de los que pasaban cerca. Paró a uno que iba ocupado, mandó bajarse a los que iban en él y los hizo subir a otro que se puso a la par. Fuimos como sardinas en lata y metiendo el culo para no mojarnos. Al llegar a la estación dejó de llover.
La estación estaba casi bacía. El edificio colonial, alto, de una sola planta, estaba construido con la solidez y practicidad inglesa. Daba la sensación de que lo único que se había hecho después de su construcción fue la de pasar la escoba y blanquear las paredes de vez en cuando. Se podían filmar pelis de época. La parte cubierta del andén se cerraba con una reja alta. Para acceder a la vía más cercana había que hacerlo por una puerta que estaba cerrada con un candado del tamaño de un paquete de tabaco. Para acceder a la más lejana había que hacerlo por una pasarela aérea vallada y con su correspondiente puerta candada. 
 Nada más entrar, como todo estaba escrito en birmano, salvo el letrero de la estación, que estaba también en inglés, preguntamos por la venta de billetes a Yangón. No nos podíamos entender. Eran usuarios. Un señor salió de una oficina y pensé que podía ser allí. Entré con cautela, pero no les sentó bien a los que estaban charlando mientras almorzaban y me mandaron a freír churros. Uno, que estaba trabajando, me acompañó hasta el andén y me señaló otro despacho que tenía pintas de almacén. Entramos en un pequeño recibidor oscuro lleno de paquetes. Dimos voces para que, si había alguien, se percatase de nuestra presencia. Nos respondieron de una sala contigua y entramos en ella. Era más alta que ancha y de ella se accedía a otra, y a otra... No había pasillo. Las ventanas de esta estación, seguro que no se pedían abrir; y las puertas, cerrar. El mobiliario era coetáneo del edificio. Armarios altos de madera noble, mesas y sillas del mismo árbol con huellas de guerras de papel, tinta y máquinas de escribir. Todo  mantenía una dignidad y lustre admirables. Tres hombres habitaban en aquella oficina. Uno, a regañadientes y con la pachorra típica de estos lares, nos atendió. A base de gestos y repeticiones conseguimos que entendiese que queríamos cinco billetes para Yangón. Los otros dos, que estaban comiendo, le ayudaban desde sus asientos haciendo comentarios. Nos pidió los pasaportes y se pegó un buen rato rellenando impresos y formularios en papel amarillento. No había sitio en primera y teníamos que viajar en popular.
-¡Bueno! Por muy jodido que sea el viaje, son cincuenta kilómetros. No pasa nada. Denos los billetes. 
El tren venía con retraso. Al otro lado de las vías unas vacas metían el morro en la tierra. Una troupe de cabras apareció en escena dando buena cuenta de las latas y embases que había tirados por allí. Una señora dormitaba en un banco agarrada a una bolsa grande. Los empleados paseaban mirando por encima del hombro. Nosotros vagabundeábamos. Poco a poco, aquello se fue animando. Un empleado empezó a dar gritos mientras recorría el andén. El tren se acercaba. Abrió la puerta de la valla y se puso a dar paso. Cuando llegamos nos indicó que teníamos que pasar al otro andén. Nos plantamos en el otro, más cerca de las cabras, con el miedo de equivocarnos de dirección. Es que lo del tren es la leche porque no puedes dar media vuelta si vas mal. Ya nos pasó en Bangkok, que nos confundimos de tren y no terminamos en el punto opuesto porque un señor que estaba sentado al lado de Sara se percató del error y nos avisó, unos segundos antes de salir. Saltamos a toda leche.
Un tren metálico y robusto se plantó delante de nosotros. Al ruido de la frenada le siguió el griterío de los pasajeros que subían o bajaban, de los porteadores de bultos y de los vendedores de refrescos y chucherías. Teníamos sólo un billete en el figuraban nuestros datos (salvo el de Zarra, que constaba su nacionalidad en lugar de su nombre), el número de los asientos y el vagón. Cuando nos pusimos a mirar la numeración de los vagones nos encontramos con que la numeración era birmana. Me presenté a uno con pintas de mandar mucho y le entregué el billete. Empezó a dar voces de mando, se despejó la entrada de un vagón y nos mandó subir. Estaba a tope. Los asientos eran corridos, ordenados unos enfrente de otros con una ventana en medio. En lo que parecía ser asiento para dos personas iban tres o cuatro y en el espacio libre del suelo se amontonaban bultos y personas, lo mismo que en el pasillo. En cuanto vieron al jefe se levantaron y acataron sus órdenes. Me devolvió el billete señalándome los asientos libres y se marchó. Nosotros le creímos, pero por mucho que señalase no podíamos confirmar la numeración porque en los asientos figuraba el número en birmano. La gente nos miraba entre aturdida y miedosa. A los que iban sentados les habíamos jodido el viaje. No sé, me veía como un intruso.
En el asiento de enfrente iba sentada una señora con una niña de unos nueve o diez años, pegada a ella. Por sus movimientos y forma de hablar saltaba a la vista que arrastraba algún tipo de problema. Sin embargo, un chaval de piel no muy oscura, no paraba quieto. Se ponía encima de la mujer para que le hiciera caso. Cuando no lo lograba se ponía a lloriquear a la vez que empujaba a la niña. Sara y Silvia, que estaban sentadas en el asiento contiguo, al otro lado del pasillo, le hicieron un hueco. La señora le mandó sentarse, pero no aguantó nada. Yo creo que estaba acojonado. Las miraba de reojo y, a pesar que trataban de tranquilizarle, poco a poco se iba alejando hasta volver a ponerse de pie en el pasillo.
Apareció un señor abriéndose paso a empujones, boceando la venta de las chucherías que llevaba en un cesto alzado sobre su mano derecha. Al muchacho le entró el antojo y no paró de berrear hasta que la señora le compró unas tortitas. Era un poco pelma, pero se le veía despierto. Debió ser que me salió la vena docente o la paternal, vete a saber. El caso es que saqué mi cuaderno de notas y le llame al chaval. En un principio se agarró al brazo de la mujer como a un clavo ardiendo, pero la curiosidad le fue venciendo poco a poco y empezó a estirar el cuello para ver lo que yo ponía en el cuaderno. A pesar del traqueteo exagerado del tren (no era un taca----taca. Era un TAKA-TAKA-TAKA...) conseguí hacerle un retrato más o menos decente. Se lo enseñé durante un instante y volví a lo mío. No pudo aguantar. Intrigado y nervioso se apoyó en mi pierna pidiéndome ver el dibujo. Parece que se identificó porque se entusiasmo tanto que se lo dijo a todo dios. A partir de ese momento estuvimos dale que te pego. Yo le dibujaba un coche, una bici, un pato, un gato (como el que me dibujaba mi madre en papel de estraza), un toro... y él ponía, al lado, el nombre en inglés. Cuando tenía dudas preguntaba al personal. En algunas ocasiones, una muchacha que estaba detrás de mí, le corregía. Tenía seis años, iba a la escuela en su pueblo y le gustaban mucho los animales y el futbol. Me confirmó que la señora a la que pedía cosas era su madre y la que estaba a mi espalda era su tía, pero se olvidó de la niña que viajaba al lado de su madre.
Y esta chica tan guapa, ¿quién es? -pregunté.
Con cara de sorpresa, Myno (que así se llamaba el crío) miró a su madre. Ésta miró a la niña con ternura y me dijo: Sister.
Dos horas para recorrer cincuenta y seis kilómetros en los que mucha gente del vagón estaba atenta a lo que un niño y un maestro hacían. Poco antes de bajarnos le regalé un llavero: una linternica de dinamo.
Entre la multitud de la estación nos volvimos a encontrar. Me saludó levantando los pulgares, como le había enseñado e, imprudentemente, le pasé la mano por la cabeza. No me dijo nada. Su tía se echó a reír.

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