Historia, religión y ocio.





Alquilamos un taxi camioneta, bastante cómodo, para pegarnos todo el día viendo las cosas más significativas que hay alrededor de Mawlamyne. Llueve intermitentemente. Los perros aparecen por todos los caminos. Cruzan de un lado a otro sin mirar. Cuando intuyen un vehículo, se paran un instante y continúan caminando a la par, hasta que les sobrepasa. La lluvia les ha mojado el pelo y su imagen esperpéntica se acrecienta.
Durante el viajo saco dos trozos de pizarra y anoto en ellos, a modo de título, todas aquellas cosas que me han llamado la atención durante lo que llevamos de viaje. No quiero hacer un relato único y escalonado. Me parece que hay muchas historias independientes, con entidad propia para ser contadas a modo de relato breve. Cuando me encuentro en ello, se me superponen dos imagines. Una en blanco y negro, yo, de pequeño, sentado en la cocina de casa de mis padres, dibujando con un pizarrín en una pizarra negra con  marco de madera; y otra en color, yo, hace unos meses, sentado en la cocina de mi casa, dibujando con un lápiz digital sobre una tableta negra de marco blanco.
La primera parada la hicimos en el cementerio dedicado a los presos militares que murieron en la construcción y mantenimiento del ferrocarril que los japoneses se empeñaron en trazar, durante la segunda guerra mundial, para reforzar el apoyo a sus tropas en Birmania. De los sesenta mil presos del bando aliado, dieciséis mil murieron por el esfuerzo, las enfermedades, la mala alimentación y las ejecuciones. También por "bombardeo amigo", dada la importancia que tenía para el bando aliado destruir el Ferrocarril de la Muerte que unía Bangkok y Rangún. Se calcula que en total murieron más de cien mil, sumando los noventa mil esclavos asiáticos.
Una versión cinematográfica de lo sucedido en esta línea de ferrocarril lo podemos ver en El puente sobre el río Kwai. Curiosamente, el río Kwai (búfalo de agua) no existe. El río en el que se encuentra el famoso puente 277 es el Mae Klong. Parece ser que el nombre lo tomaron, equivocadamente, del valle por el que transcurre el tren, el valle Khwae Noi. Para evitar desencuentros histórico-cinematográficos, el gobierno tailandés ha rebautizado el tramo del río que pasa por el fílmico puente como Khwae Yai.
El cementerio está al lado de un tramo de la vía original. Una locomotora de las que se utilizaron en la época realza su existencia. Las tumbas están colocadas en círculo, alrededor de un árbol que crece en medio del cuidado campo. Son losas pequeñas, poco más que un folio, tumbadas y con inscripciones que recuerdan el regimiento o compañía a la que pertenecía el difunto, su nombre, la edad, y alguna dedicación de sus amigos o familiares. Van agrupados por nacionalidades. Los que profesaban la religión musulmana tienen sus lápidas orientadas a la meca. Se respira el silenció triste de las miles de voces que un día gritaron de dolor y hoy nos lo reviven en este cementerio. Británicos, holandeses, australianos, canadienses, neozelandeses, estadunidenses... que no llegaron a cumplir los treinta años nos plantean lo absurdo de la guerra y de la estupidez humana.


Con el ánimo por los suelos y con el cielo gris nos  vamos a un monasterio que está a la orillita del mar. La playa plana y arenosa desaparece y el mar choca contra acantilados de piedra y dunas altas. El monasterio es una mezcla de centro comercial, lugar de culto, hostal y centro de peregrinaje budista. A diferencia de otros, éste tiene la grandeza de estar cerca de un acantilado y golpeado por el mar en algunas ocasiones y, en otras, además, rodeado. Se accede por un puente escalonado adornado de pinturas y azulejos con dibujos geométricos. La parte principal del templo está prohibida a las mujeres y tienen que conformarse con asistir a un lugar de oración bastante cochambroso y con más pinta de almacén que de otra cosa. A algunas partes del templo no se puede acceder porque están aisladas por la marea.
Comidos por la gazuza y con la intención de cambiar de actividad, no todo va ser orar, le  mandamos al chofer que nos llevase a la playa, a mojarnos los pies y a comer en alguno de los chiringuitos que nos habían dicho que existían. Todo existía, pero la playa estaba llena de desperdicios que los humanos habían dejado, directamente, en días de buen tiempo; más los que Neptuno vomitaba en la arena. Los chiringuitos tenían las ventanas cerradas y tuvimos que ir a uno, un poco más lejos, frecuentado por autóctonos. Unos muchachos que montaban a caballo nos miraban como a bichos raros y se empeñaban en posar para que les sacásemos fotos haciendo alardes hípicos un tanto simples. 


El día avanza. Como no queremos quedarnos cortos de tiempo, le pedimos al chofer que nos lleve rapidico al parque budista que hay cerca. Espantando perros llegamos al parque después de dejar la carretera general y coger  una más estrecha con, al lado izquierdo, una hilera larguísima de estatuas de monjes que llega hasta la misma puerta del complejo religioso-"recreativo" budista. Está al final de un valle estrecho y corto rodeado de montañas verdes bastante picas. Las comillas de recreativo las he puesto porque no me queda muy claro el asunto lúdico de un parque religioso. Tengo claro que es un oxímoron como el de libertad religiosa. Lo recreativo es un tobogán de hormigón, de unos veinte metros, en un desnivel del río que nace en el valle. Me inclino a pensar que en su día hicieron una presa para regular el cauce y la gente lo utilizaría para darse chapuzones. Poco a poco se acondicionaría la rampa y el remanso que hay a continuación. Alrededor, los  merenderos y casetas con formas de animales sagrados, budas y pagodas destacan entre los árboles. Pasar de un lado al otro del río, para visitar un buda tumbado gigantesco de unos 150 metros de largo por 25 de alto, requiere subir por unas escaleras cubiertas hasta un nivel más alto que la presa y, de allí, caminar descalzo por un puente húmedo, con charcos, de baldosas y cemento muy apropiado para culadas cojonudas. Yo me di una y, en un despiste, hice un spagat torpón por el que, estoy seguro, el buda tumbado, que lo ve todo, se descojonó de mí.
Como uno es de natural precavido en lo tocante a las normas, no dejé las zapatillas al píe de las primeras escalinatas y me las llevé colgando de los cordones, por si las moscas. Y las moscas aparecieron en el interior del buda. El buda es un edificio con estructura de hormigón, como uno de viviendas, forrado de cemento por fuera con la forma de buda. Por dentro estaba pelao. Las goteras eran abundantes. La única luz, la del día, entraba por claraboyas, ventanas o balcones abiertos que había por los recovecos de la figura. El sonido de las goteras se entrelazaba con el de los pájaros que entraban y salían del edificio. El olor era mezcla de humedad, orines y polvo en suspensión. Algunas telarañas lucían sus mejores galas. En otros puntos del valle había edificios en obras. Desde una terraza que tiene el buda a la altura de los ojos, contemplamos el edificio que se estaba construyendo en la escarpada ladera de enfrente. Los encofradores trabajaban en un octavo piso sin ningún tipo de medida de seguridad. Pensé en las arañas que acabábamos de ver.
Un grupo majo de muchachos y muchachas jugaban donde el tobogán. Ellas iban vestidas del todo; ellos, por lo menos, con pantalones. Los chicos se tiraban por el tobogán haciendo figuras, exagerando caídas y tendiendo disimulados lazos de amor a las muchachas.  
No me hago a la idea (bueno, sí) de un parque cristiano. No me hago a la idea porque el cristianismo va muy unido al dolor. Cristo está crucificado y Buda tiene cara de felicidad. No conozco ninguna representación de un santo, santa o similar, en el que se refleje la alegría. Para Roma y Santiago la risa está prohibida. La solución cristiana suele pasar por hacerse accionista del parque, vender recuerdos religiosos y poner alguna capilla con cepillo.
Comenzaba a caer el sol y volvimos al taxi. El taxista nos sugiere terminar el recorrido visitando, ya camino de casa, el buda sentado más grande del mundo. Pues, venga.
Está en un llano. Puede medir unos cincuenta, sesenta o setenta metros, no sé. Una pasada. El cuerpo tiene el color parduzco del hormigón y la cabeza luce pinturas recientes. Algunos budas, por sus rasgos, transmiten feminidad.  Éste me la reafirma.
Si tuviese intención de montar un negoció en Myanmar, montaría uno de materiales de construcción y pinturas.
Cerca del hotel hay un esqueleto de semáforo alto, de los que son como una ele mayúscula al revés. Los tres huecos de los focos, están colocados en horizontal, son tres ventanas redondas cubiertas de hierba y ramas que sirven de nido a los pájaros.

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