Cambio de planes



El día anterior, al volver de la excursión, quedamos con el del Breeze para viajar a Hpan-an por el río. El precio era muy caro, pero reuniendo un grupo de unos diez para completar la barca la cosa podía mejorar. Estando allí mismo, se sumaron otros turistas con los que alcanzamos un número aceptable para que nos saliese a buen precio. Cuando le advertimos de que queríamos quedarnos en Hpan-an, que no volvíamos a Mawlamyne y que necesitábamos sitio para las mochilas, no nos aumentó el precio.
Al irnos, y como caía agua a mares, le  planteamos nuestras reservas sobre el viaje. Le comentamos que dos parejas de Oviedo que se hospedaron en el Sandalwood el día anterior, nos dijeron que la región de Hpan-an estaba inundada.
-Don't worry -nos dijo sonriendo-. Todo bien.
Nos levantamos temprano. Desayunamos de maravilla. A la hora de pagar y despedirnos del personal del Sandalwood les contamos nuestros planes. Se quedaron de una pieza. El río bajaba muy crecido y lo que queríamos ver en la región de Hpan-an estaba inundado. Para salir de dudas llamaron a hoteles conocidos de la ciudad y les confirmaron lo que nos habían dicho. El  Sandalwood también alquilaba barcas y programaba viajes, igual que el Breeze, pero los habían suspendido por peligrosos y poco productivos.

Nos plantamos en el Breeze un tanto fastidiados porque nos habíamos comprometido el día anterior y si nos volvíamos atrás les dejábamos colgados. Cuando les explicamos lo que nos habían dicho no se alteraron y aceptaron la cancelación sin problemas.
Llegamos a la estación con el tiempo justo para coger el bus a Bago. No nos importó mucho que los maleteros estuviesen a tope porque así no corríamos el peligro de que se mojasen las mochilas. Las pusimos arriba, en el pasillo. Antes de salir, subió un señor muy ceremonioso con un zurrón colgado del costado. Desplegó un doble folio enfundado en un plástico amarillento a través de cual se podían ver estampas de budas y monjes. Largó un discurso con parsimonia mientras todo el mundo guardaba silencio. Sacó del zurrón unas cuartillas muy manoseadas y las fue repartiendo. Transcurridos unos minutos, con gestos exagerados, las fue recogiendo. La mayoría las devolvía acompañadas de algún billete. Al que no aportaba pasta le taladraba con la mirada y le sacudía la cuartilla en el morro dejando claro que no había aportado un duro. Cuando se alejó del autobús entraron deprisa unos cuantos hombres que se habían quedado fuera. Como no tenían butaca, fueron colocando las banquetas de plástico que el azafato había colocado junto a la puerta.

Paramos en una gasolinera en medio de la nada. La caseta, en la pared que daba a los dos surtidores, tenía colgada una televisión de plasma. Había gente sentada en el suelo viendo una telenovela, con piernas y pecheras pixeladas,  mientras comían de sus tarteras.
En la tele del autobús nos pusieron unos videoclips de un grupo roquero que se parecía bastante, en su estilo de música, a Maná. El que iba sentado en una banqueta, a mi lado, se entusiasmaba con el grupo. Sonreía con la boca cerrada y escupía betel en una bolsa de plástico negra que le entregó el azafato.
Desde el colectivo, los cables de luz y teléfono se convertían en lianas deshilachadas, en notas musicales lacias a punto de caer de las líneas del pentagrama; las mallas de alambre de las cercas servían de bastidor a una rafia tejida con hilos verdes mohosos que impedía ver lo que estaba al otro lado; y el sol, que jugaba al escondite, plateaba el bambú, cristalizaba las piedras y hacía rodar lunas fugaces por los tejados.
En seis horas nos plantamos en Bago.


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