Isla del Ogro.





A eso de las ocho de la mañana nos plantamos en el  Breeze para encontrarnos con el guía que nos llevaría a la isla de Ogro. El hombre era clavado a Manolo Gómez Bur. Los gestos, la forma de caminar, todo. Para mí tenía algo que lo hacía diferente al resto, aparte de su altura que era considerable. Su piel no era tan terrosa y su nariz era fina y huesuda. Era muy cauto con todo lo que fuese no alterar el orden establecido. Era lógico, porque su puesto de guía se lo concedía el gobierno y eso, en todos los lugares del mundo en el que gobierna una dictadura, significa obediencia, miedo. El Hombre se nos presentó hablando inglés, pero enseguida se atrevió con el español. Lo hablaba muy despacio con pausas que indicaban que conocía la gramática y que no quería meter la pata. Sorprendidos por su dominio del castellano, era la primera vez que alguien de Myanmar nos hablaba en el idioma de Cervantes, le preguntamos dónde lo había aprendido. Su madre era filipina y lo hablaba. No era birmano de nacimiento, no recuerdo de dónde era, y de pequeño asistió a un colegio de monjas en el que lo estudió. Se mosqueó por alguna cosas que nos escuchó y, con cierto cabreo,  nos dejó claro que era católico practicante. A partir de ese momento yo le bauticé como Fernando.
Llegamos al embarcadero bajo un chirimiri pelma. El río se perdía en la neblina y las voces de la gente sonaban graves. Dos barcas amarradas en paralelo era lo que se divisaba con claridad. La primera tenía buena pinta, no era muy vieja; la segunda, unida a la primera por un tablón, era un cascarón robusto, reparado mil veces, con pintas de haber sido dedicado durante muchos años al transporte de mercancías y con todo el aire de no disfrutar otra pintura que la original. Una barcaza que nos recordó, por el día que hacía y el color de las aguas, el viaje por el Amazonas.

Para llegar al segundo barco había que subir por un tablón mojado hasta el primero y de allí, por otro tablón, al segundo. El trajín de gente tira para arriba y tira para abajo con paquetes, jaulas de cerdos, gallinas, sacos de todo tipo, motos y bicis era un espectáculo. Un señor tomaba nota de lo que llevaba la gente, mandaba colocarlo en distintos sitios, cobraba el billete y daba órdenes con autoridad. Como nadie se quedaba en el primer barco, pensamos que lo dedicarían para turistas ya que es muy habitual separarlos de los lugareños. Pero, por otra parte, como ya le habíamos pagado al del Breeze todo incluido, sospechamos que nos podían poner en el más barato para sacar más beneficios. En esas estábamos cuando nos llamó Fernando para embarcar. Despacio y con buena letra subimos por el tablón, nos plantamos en el primer barco y... seguimos por un tablón muy inestable hasta el segundo. La pequeña cubierta de proa estaba llena de sacos de arroz, de sal, maromas, unas motos... El resto del barco (unos trece metros de eslora por unos seis de manga) era bodega que, años después de su fabricación, se cerró con una estructura de metal con el techo lo suficientemente fuerte como para que sobre él pudieran viajar hombres o mercancías pequeñas. He dicho hombres porque las mujeres tienen prohibido colocarse a mayor altura que los hombres. Silvia, compañera de viaje, es alta. En muchas ocasiones era rechazada por los hombres. En los autobuses rara vez se ponía un hombre a su lado; En los taxis, el taxista no la aceptaba en el asiento del copiloto... El machismo en estado puro.
Fernando nos mandó bajar a la bodega. Nos quedamos mirándole atónitos porque estaba abarrotada de gente (mayormente mujeres), bultos, sacos, cajas, pollos, cerditos en jaulas. La gente, sentada en bancos de madera o en los cacharros, comía, charlaba, leía la prensa y dormitaba. Desde un rincón nos hicieron señas de que había sitio y bajamos. Un olor fuerte a humanidad húmeda lo inundaba todo. El capitán  mandó quitar el tablón y partimos.
Cuando dejó de llover, los hombres salieron de la bodega y se subieron  al techo a mascar betel, respirar o demostrar su superior estatus respecto a las mujeres. Zarra y yo también salimos sin que nadie nos pusiese pegas.  Al rato lo hicieron nuestras compañeras y al bueno de Fernando se le cambió el color. 

-No. No. Mujeres dentro. No está bien que vayan arriba -decía mirando de reojo al capitán.
Al amarrar en el puerto de la isla se subieron un montón de estibadores que dificultaban la salida. Se peleaban por coger bultos, se ofrecían para llevarte por la isla o insistían en ser tu sombra durante tu estancia en Ogro. Una vez en tierra nos avasallaron los conductores de tuk-tuks, los vendedores de recuerdos y de refrescos. Menos mal que apareció Fernando y aclaró que íbamos con él, ¡uf! Después de tomar un tentempié nos montamos en un tuk-tuk  para visitar la isla. Al poco comenzó a llover con ganas. Lo de viajar con guía tiene el inconveniente de que te lleva por donde quiere, te saca toda la  pasta posible y ves todo lo que él quiere que veas, lo que el gobierno dictatorial cree que engrandece al país. Según Fernando, la isla destacaba por la fabricación de caucho, de pizarras y  de chorradicas de madera. Y allí que nos llevó. Bueno, antes, también nos animó a subir a una pagoda desde la que se divisaba toda la isla y el mundo mundial. Entendiendo que tal como estaba el día, ver lo que se dice ver, no iba a ser para tanto y que nuestra afición por lo monjil estaba fuera de cobertura, Sara y yo decidimos quedarnos Singin in the Rain arrozales ondoan.
El taller de caucho era un taller familiar en el que cocían el latex de las plantaciones de la isla, lo enrollaban en unos palos y lo cortaban fabricando infinidad de gomas de mil colores. Gomas de las que se utilizan para abrazar papel o cosas parecidas. No compramos nada. Nos regalaron unas cuantas y el bolsillo, posteriormente la mochila, se quedó con un olor a goma de lo más desagradable. Terminé tirándolas.
El caucho se producía en la cuenca del Amazonas, pero en 1875, el botánico inglés Henry A, Wickham las sacó ilegalmente de Brasil y las plantó en las colonias inglesas que tenían un clima apropiado. Birmania lo cumplía a la perfección. A finales del XIX, Manaos, la capital del caucho, pasó a mejor vida. Para que luego digan. Si es que en la historia del mangoneo los británicos lo petan. No hay un país al que no le hayan birlado algo. Te dan un paraguazo, te quitan la cartera y la esconden en el bombín. Eso sí, con una caballerosidad fuera de toda duda.
La fábrica de pizarras era un taller artesanal con una despensa inmensa de pizarras que vete a saber dónde las fabricaban. Cuando llegamos, una mujer se sentó en el suelo. Haciendo fuerza con los pies para que no se moviese la gran pieza de pizarra que tenía en el suelo, se dedicó a lijarla. Según ella, luego la cortaban, le ponían un marco de madera y tira: una pizarra como la que llevábamos a la escuela de pequeños. No creo que ese material lo utilizasen los colegiales birmanos, pero como recuerdo no estaba mal. Algunas casas sí que tenían el tejado de pizarra. No compramos nada. Nos dieron unos trozos del tamaño de un smartphone y otros alargados a modo de pizarrín.
La fábrica de pipas, bastones y carcasas para bolis de madera resultó ser una casa familiar con un patio grande en la que reinaba el silencio. Fernando entró, dio unas voces por allí y al rato apareció un señor con pintas de levantarse de la hamaca. Al instante aparecieron dos muchachos que pusieron a funcionar,  por un instante, un torno eléctrico para madera del año la tana. Nos enseñaron unos cajones donde había trozos de madera que mostraban las distintas fases de la fabricación de una pipa y otros en los que se enseñaba lo mismo, pero con mangos para bastones. La de bolis y cajitas estaba en otra casa de la que sólo vimos la tienda.
En un pueblo nos llamó la atención una escuela bastante grande a la que iba alumnado de primaria y bachiller. Le dijimos a Fernando que éramos profes y queríamos saber cuánto ganaba un profe en Myanmar. Ni corto ni perezoso entró en el patio y habló con uno. Se nos acercó con gesto dolido y nos dijo: ochenta dólares al mes. Él, como guía, ganaba bastante más.
El agua nos acompañó durante el tiempo que estuvimos en la isla y salvo algún ratico que otro, en el que pudimos ver la recogida y trasplante del arroz o la pesca en los numerosos canales y lagunas, el resto lo pasamos yendo de aquí para allá en el tuk-tuk con cierta prisa dejando a los lados de los caminos casas inundadas. En una ocasión el tukutero tuvo que parar para echar gasolina en un tenderete. En Myanmar es difícil encontrar gasolineras. Las hay, pero pocas. Normalmente, a lo largo de la carretera o cerca de los pueblos, se plantan una estantería con cuatro tablas donde colocan, llenas de gasolina, unas botellas de plástico recicladas. Según el tamaño es el precio.
Llegamos con tiempo para coger la misma barcaza en la que habíamos venido. Era la última y, según Fernando, si la perdíamos, tendríamos que coger un barco privado porque los turistas no pueden pernoctar en la isla más importante del pueblo mon.
El muelle al que estaba pegada la barca tenía una puesto militar con bastante jaleo de mandos y soldados, pero nada que se saliese de la rutina diaria. Había  familiaridad de trato entre los mandos, el capitán de la barca y los jefes de los estibadores. Bromeaban entre ellos exagerando su felicidad con gestos desmesurados. Del puesto salió con paso firme un hombrecillo enjuto dentro de un uniforme militar veinte tallas mayor. Caminaba sin doblar las rodillas golpeando el suelo con unas botas de goma que amenazaban con salir volando. Con las dos manos sujetaba una correa ancha de la que colgaban, pegadas unas a otras, unas esposas, una porra, una cartuchera y unos guantes. Era imposible que a la correa se le pudiera hacer otro agujero porque ya no cabrían los accesorios que llevaba. Con cada pernera se podía hacer un longyi. La camisa parecía un poncho fruncido en la cintura por la correa. Sonreía a todo el mundo, pero nadie le hacía caso.
La barca iba hasta las trancas de gente y cacharros. Dentro era imposible que entrase un alma más y fuera, en la cubierta y el techo de la bodega, los hombres lo llenaban todo. Cuando ya estábamos para partir, llegaron corriendo dos mujeres menudas, un tanto desarregladas, con bolsas grandes y un pozal. Se sentaron en el suelo de la cubierta y se pusieron a darle al betel. Unos hombres les llamaron la atención, pero como no les hicieron caso, pidieron al capitán que las pusiese firmes. Éste se bajo del techo, les montó un buen pollo indicándoles que tenía que viajar en la bodega y las dos medio le mandaron a la mierda. Siguieron a lo suyo. Por su forma de comportarse daban la sensación de que se dedicaban a trabajos no muy claros o pertenecían a un grupo étnico o social que mejor dejarlas. No callaban. Sin importarles lo que pudiera pensar la gente, quitaron la tapa del cubo de plástico, sacaron unos cuantos fajos de billetes y se pusieron a contar. Iban a toda leche. Deduje  que hacían paquetes más pequeños.
La gente escupía betel al río, tiraba sobras de comida, botellas de plástico y todo lo que les sobraba.
Al llegar al Sandalwood nos recibieron colmándonos de atenciones. Nos dieron agua embotellada fría y en las habitaciones teníamos preparadas bolsitas de té junto al calentador de agua. 

Comentarios

  1. Como siempre, camarada, compañero y amigo: un relato fantástico. La descripción del militar (?) enfundado en el uniforme me ha hecho reir un rato.

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  2. Era militar, militar. Creo que tenía muy asumido su papel.Gracias por tus piropos.

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