Bangkok por tercera vez





Cinco de agosto y ya estamos otra vez en Bangkok adelantando dos días nuestros planes. Tras  más de una hora de taxi desde el aeropuerto, buscamos alojamiento en la zona guiri y mochilera más grande del mundo, según algunos expertos viajeros, en Khao San Road. Mirando por aquí y por allá caímos en el Merry V, donde Zarra había estado antes, cuando estudiaba en la uni.
Al día siguiente nos dedicamos a buscar entradas para el Barça contra Tailandia. Ingenuamente, viendo la cantidad de carteles colgados por todos los sitios en los que se anunciaba el partido, pensamos que no iba a ser complicado coger entradas. Primeramente, miramos en oficinas de turismos y agencias de viajes, nada. Allí no vendían, ni tenían claro dónde se ponían a la venta. Preguntando a un vendedor de ropa hippilondia, que tenía detrás de su puesto un mapa, llegamos a la conclusión de que el estadio estaba lejos, pero cerca de una gran estación de metro. A pesar de que el hombre nos indicó que cogiésemos un taxi, nosotros decidimos coger un tuk-tuk que nos dejase en la estación central y de allí en metro. En la estación compramos billetes hasta la parada más cercana al estadio de futbol. Mirando el plano del metro y el que teníamos nosotros de la ciudad, lo teníamosclaro. Llegamos al sitio indicado, nos bajamos, salimos al exterior y caímos en la cuenta de que no estábamos tan cerca, que teníamos que empalmar con el tren aéreo. Sube escaleras y escaleras hasta llegar hasta una altura como la de un tercer piso. Allí nos plantamos en el andén hasta que llegó un tren modernísimo que tenía en su cabecera el nombre STADIUM. Fenomenal.
En cuanto nos bajamos en la estación aérea pudimos ver el estadio casi a vista de pájaro. ¿Aquí van a jugar? ¿En este patatal? Bueno, al fin y al cabo, en estos países el futbol no se practica mucho y aunque se publicite, no irá mucha gente.
El stadium era un campo destartalado con poca grada dentro de un complejo deportivo en el que se encontraba el ministerio de deportes, la facultad de educación física y otros rollos relacionados con el movimiento corporal. Allí no era. Cerca de las taquillas, en una sombra raquítica, le preguntamos a un tukutero. El hombre no se aclaraba. Le enseñamos nuestro plano, en inglés, y aún lo confundimos más. El pobre no debía ver bien y terminó sacando una lupa para ojearlo. Lo ponía de todas las posiciones, nos miraba y decía: no. Paró a otro tukutero para pedirle ayuda. Éste, muy dicharachero y desenvuelto, nos aseguró que nos cogía entradas. Que el campo estaba tan lejos que no aparecía en el mapa y que sabía dónde conseguirlas sin tener que ir al estadio. Tukuteando entre callejuelas de alcorce y avenidas de locura nos llevó hasta una bajerucha. Nos hizo esperar mientras, según él, compraba las entradas. Salió con mala cara.
-Don't Warry.
Tira por otros derroteros hasta que empezamos a reconocer algunos edificios y a mosquearnos con el tipo. Nos plantó en una parada de taxis a la entrada de Khao San Road. Según él, en el puesto de taxis podía comprar. El jodido no buscaba puestos de venta oficiales, buscaba entradas en la reventa con la correspondiente comisión. Habíamos perdido la mañana tontamente. Ya íbamos a tirar la toalla, pero viendo al primero que nos informó, al del puesto hippy, decidimos coger un taxi para que no se nos quedase cara de tontos.
Después de más de una hora de taxi llegamos al Rajamangala national stadium. Desde donde nos dejó el taxi hasta el estadio tuvimos que cruzar, bajo un sol de justicia, un parque, unos párquines y una bulliciosa zona comercial de tenderetes publicitarios de Qatar, Honda, cerveza Chang y, por supuesto, Barça. Preguntamos por las taquillas a una chica que llevaba colgando una tarjeta identificativa del evento deportivo. Nos comentó que estaban cerradas y que había que comprarlas el mismo día del partido. Cundo ya nos íbamos nos llamó muy contenta y nos regaló cinco entradas para el entrenamiento de la tarde. Le dimos las gracias y aprovechamos el rato en las casetas. Como el destino estaba futbolero, al salir del recinto nos volvimos a encontrar con la muchacha, que en este caso iba acompañada de un señor, también con tarjeta de identificación y cohorte de ayudantes, todos de camisa blanca. Le explicó al jefe nuestros deseos, nos lo presentó y nos llevó hasta unos muchachos que estaban detrás de una verja, junto a unos paneles del estadio en el que, con colores vivos, se indicaba el precio de los asientos de cada zona. Hablamos con los muchachos, consultaron en el ordenador y: ¡Setenta euros la entrada! Una pasada. Con el ánimo por los suelos hicimos un pequeño concilio para sopesar si merecía la pena. El único interesado, por mi condición de culé, era yo. A todos nos parecía muy caro, pero el evento tenía su coña. Cosas como ésta no ocurren todos los días. En un alarde que nunca agradeceré lo suficiente a Zarra, Gema y Sara decidimos comprar las entradas. En mi vida había visto jugar al Barça en vivo.
Para celebrarlo nos fuimos a comer por allí cerca, en una zona guapa y moderna. Después de comprar en unos grandes almacenes unas camisetas  nos sentamos a la mesa de un restaurante coreano. A la camarera le pedimos que nos aclarase algunos platos de la carta. Le señalábamos distintos platos para que nos dijese si era carne, pescado o pasta, pero lo único que sacábamos en claro era que estaban good. Nos decidimos por dos para compartir. Cervecitas y charla hasta que empezaron a llenarnos la mesa con platos, platicos y cuencos con distintas salsas. Nos quedamos con la boca abierta. No sabíamos qué hacer. Como aquello no tenía libro de instrucciones, nos pusimos manos a la obra con todas las reservas del mundo. Llevábamos un rato enredando, cuando nos coscamos de la juerga que se traían las camareras viéndonos destrozar el servicio. Sumándonos al cachondeo les pedimos ayuda y una camarera, muy amable, nos fue mostrando la forma de comer aquel puzle. A la hora de pagar les pedimos un descuento por el buen rato que les habíamos hecho pasar. La verdad es que comimos de maravilla y a buen precio, sin descuento.
Disfrutamos entre el jolgorio que había en la zona del mercadillo futbolero (merchandising para los inventores del football o los yankis del soccer) y nos metimos en el campo. Es un estadio olímpico tremendo, como para unas sesenta mil personas. Debajo de las gradas, en un amplio espacio que rompía la estética de hormigón mondo y lirondo, estaba la mezquita. Un cartel sobre la puerta, tipo al de servicios, con un hombre orando, lo indicaba. La grada de sombra estaba llena de gente que gritaba entusiasmada. Muchos aficionados y aficionadas, vestidos con camisetas del Barça, llamaban a los jugadores por su nombre y hacían coreografías muy curradas.
Después de ver las pachangas del Neymar, Messi... y, por supuesto, del vecino y conocido de la familia de Gema, Oier Olazabal, nos fuimos para casa, a encontrarnos con Silvia, que la habíamos dejado sola todo el día. Desde el principio y por principios se negó a ver el rollo futbolero.


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