Bangkok nos atrapa











A las cuatro de la mañana nos levantamos y para las cinco y media ya estábamos en la cola de embarque. Al pasar por el control de pasaportes nos dicen que no tenemos el visado para entrar en Vietnam y que no podemos embarcar. Pedimos hacerlo en el aeropuerto, pero no puede ser; tenemos que hacerlo en la embajada de Vietnam. Con un recargo majo cambiamos los billetes para el día siguiente. Cogemos las mochilas y, tira, vuelta al hotel. El taxista, que cree que con nosotros lo tiene fácil porque acabamos de llegar, nos pide un pastón; nosotros, que llevamos una mala hostia en el cuerpo como para parar un tren, le ponemos firmes y le damos la misma cantidad que nos cobró el de la ida. Nos dijo de todo. Cuando nos plantamos en el hotel, la de la recepción se quedó de piedra. Después de desayunar en el mismo hotel nos largamos a la embajada de Vietnam. Por el camino fui dando cabezadas sin coscarme de los sitios por los que íbamos pasando. Si me dicen que en veinte minutos habíamos llegado a la embajada, lo habría dado por bueno.
Los visados nos los daban para el día siguiente, pero con nuestra capacidad de persuasión, el buen corazón del que nos atendía y un incentivo económico por tenerlos antes, conseguimos que  estuvieran para la tarde. Relajo y vuelta al hotel. Unas cañas con unas chorradicas para comer y al sobre, a descansar.
Con la preocupación de que teníamos que estar en la embajada antes de las cinco y media, no dormí bien y terminé levantándome antes de que sonase el despertador. Saqué a Sara de sus dulces sueños y nos plantamos en el recibidor del hotel, donde estaba Zarra dale que te pego al ordenador intentando pillar alojamiento en Hanói. Le dije que por si las moscas, mejor si salíamos ya, con más tiempo. Llamó a Gemma y Silvia y cogimos un taxi en la misma puerta del hotel.

El tráfico era infernal. Los atascos se sucedían uno tras otro. Los retratos de la reina, colocados en peanas doradas en las medianas de las grandes avenidas, me resultaban cargantes. El doce de agosto la reina cumplía ochenta y pico años y Bangkok estaba engalanada por tan fausto motivo. Desde luego que la foto no debía ser muy actual o, si lo era, el photoshop le había quitado una pila años. De todas formas, el parecido con Falete era impresionante. Cuando paramos en un semáforo en el que teníamos delante un retrato enorme, rodeado de guirnaldas doradas, farolas doradas y medianas doradas, se lo comenté a mis compañeras y me dieron la razón. Si a Falete se le ocurre ir a Tailandia arma la de dios porque pueden pensar, como hace tiempo que no ven a los reyes en carne y hueso, que es la reina en cuerpo y alma. En medio de una avenida enorme, con viaducto por encima nuestra, entre rascacielos para mí desconocidos, le pregunté al chofer por el tiempo que nos podía faltar para llegar a la embajada. Se me ocurrió preguntar porque faltaban veinte minutos para que cerrasen la embajada y tenía el recuerdo de que en la calle de la embajada había edificios bajos, sin viaductos, y tapias cerradas. El hombre me dijo que no sabía cuánto tiempo nos podía costar. No estábamos lejos, pero él no podía controlar los atascos. Le pedí a Silvia que me diese el resguardo que nos entregaron para recoger los pasaportes, el chofer me dibujó un plano de por dónde teníamos que ir y Sara y yo salimos a todo meter. Doblamos la primera esquina y dimos con otra avenida muy parecida. Corrimos mirando por las calles a nuestra izquierda con la intención de ver árboles, tapias y casas bajas. Tardados de que no las encontrábamos y como no estaban a la vista los letreros de las calles, preguntamos a un señor por la embajada, enseñándole el resguardo. Nos indicó que tirásemos a la izquierda y luego a la derecha, siempre a la derecha. Hicimos lo que nos dijo y con la lengua fuera llegamos hasta un hotel enorme que ocupaba toda una manzana con comercios en las primeras plantas. Aquello no nos era familiar. Saliendo a la carretera paré una moto y le enseñé el papel de la embajada. Me dijo que me llevaba por cinco dólares. Estando subido para arrancar le llamé a Sara, que estaba hablando con un señor, para decirle que me iba en la moto.
-No, no. No te montes. Está al otro lado del hotel -me dijo, echando a correr.
Le dejé plantado al de la moto, corrí tras Sara, rodeamos el hotel y, efectivamente, al otro lado de una ancha avenida estaba el distrito de las embajadas. Cruzar por la carretera era jugarse la vida y tuvimos que ir hasta otra calle para hacerlo por un paso elevado. Llegamos con el culo arrastras. El aire acondicionado de la embajada nos taladró los pulmones dejándonos casi sin voz. Al salir, un empleado nos acompañó para cerrar la puerta de la tapia. El sol ablandaba el asfalto. Al poco, aparecieron Gema y Silvia hablando en castellano con una muchacha.
-Ya está. Ya los tenemos -les gritamos, enseñándoles los pasaportes.
La muchacha nos dijo que iba a recoger su pasaporte.
-Pues corre que están cerrando -le dijimos.
Se asustó. Echó a correr, empujó la puerta y desapareció. Volvió suspirando pero con el pasaporte en la mano. Por lo visto el empleado se entretuvo en el jardín antes de cerrar la puerta.
Vuelta al hotel. Unas cuantas cervezas para quitar la tensión puliendo los últimos bahts en un buen repaso a la comida autóctona.


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